
Disfruto enormemente de las buenas historias. Especialmente de aquellas que
se destacan y brillan por su belleza artística, por su esplendor creativo. Y es
sin dudas, cuando una gran obra literaria es adaptada como se debe al cine, cuando
le es posible alcanzar ese sitial de máxima grandiosidad.
La actuación, la puesta en escena y sin dudas, la música y recursos
audiovisuales, llevados a buen puerto por una dirección destacada, generan un
gran impacto emocional, solo comparable a cuando el autor de dicha obra, logra
describirnos con lujo de detalles, los acontecimientos y pormenores a través de
la escritura y su propia voz a nosotros los lectores, al momento de imaginar su
historia plasmada en un libro, o como es en este caso, la adaptación en un buen
guión cinematográfico.
Recientemente descubrí la adaptación de una novela del siglo pasado titulada
«El Lector», escrita por el profesor de leyes y juez alemán Bernhard Schlink,
publicada en 1995. En 2008 le fueron pagados los derechos para la realización
de una muy destacada versión fílmica por el director británico Stephen Daldry,
el mismo de la memorable cinta Billy Elliot. Por cosas curiosas del destino, fue
este 2024 que logré descubrirla, disfrutarla y conmoverme mucho con ella.
Me conmovió al punto de llevarme a un estado de profunda tristeza. Pocas
veces una historia ficcional logra ese efecto en mi alma. Pensé que era
saludable drenar de mi esa sensación, así que me propuse a desglosarla según mi
propio criterio y disfrutar del proceso.
La película fue titulada para Hispanoamérica como «Una Pasión Secreta», y
relata una muy interesante historia. Supe de toda su trama por un Youtuber
mexicano llamado Farid Diek, quien ha tenido un modesto éxito reseñando este
tipo de películas bajo la óptica psicológica, del mensaje y la construcción de
cada uno de sus personajes, ya que Diek es escritor, psicólogo y motivador. (Conocer
de antemano la trama no me hizo desestimar en lo más mínimo su valor, sino
conectarme y apreciarla mucho más).
Las historias sobre el Holocausto y el asedio que padecieron los judíos por
los nazis y xenofóbicos se destacan entre las más promocionadas, reconocidas y galardonadas
en Hollywood. «Una Pasión Secreta» no
fue la excepción. La actriz Kate Winslet, recibió cinco premiaciones incluyendo
el Oscar por mejor papel protagónico femenino en esta cinta. Sin embargo, en mi
humilde parecer, los tópicos morales y cuestionamientos sociales son muy profundos
y complejos en esta obra, porque el autor logra hacernos presenciar y descubrir
cómo funciona el amor verdadero, puro, luminoso y genuino pero que se fundamenta
en la ignorancia y el desconocimiento absoluto de nuestro lado oscuro. Ese lado
de sombras que todos los seres humanos llevamos por dentro.
La triste historia de amor ambientada en 1958, inicia cuando Hanna Schmitz,
una mujer madura de 35 años, independiente, áspera, seca, solitaria y con un
misterioso pasado no revelado, se tropieza con Michael Berg (David Kross / Ralph
Fiennes), un colegial quinceañero que sucumbe sin saberlo de escarlatina, bajo
la lluvia y el duro frío de la Alemania de la postguerra. Ahí sus destinos se
entrelazan. Al Hanna pasar por la calle de su barrio, se apiada del precario
estado del muchacho quien se encuentra empapado y solo, sentado y enfermizo frente
a su propio vómito. Con determinación, Hanna limpia con unos baldes de agua el
piso, luego observa con detalle al chico, quien con debilidad y desconfianza acepta
la ayuda de la fría mujer. Ella le llama «niño», preguntándole dónde vive y lo
alienta a acompañarlo hasta su casa; él accede débil y desorientado.
Durante tres meses Michael debió permanecer en cama, aislado, bajo los
cuidados de su familia, luego que un médico le diagnosticara su contagiosa enfermedad.
Cuando el chico se recupera, le comenta a su mamá su intención de ir a visitar
a la mujer que le había ayudado aquel día cuando se enfermó. La señora lo
aprueba. El chico es un digno ejemplo de una educada familia de clase media
alemana. Compra un sencillo ramo de flores y va emocionado al barrio donde vive
Hanna. Indaga y logra localizar la humilde pieza donde ella habita.
Justo cuando Hanna se encontraba planchando sus prendas íntimas, Michael
entra. Tímidamente le explica el motivo de su visita, excusándose el no haber
podido anunciarse con antelación, ni haberle justificado su ausencia por tres
meses. Nervioso le ofrece las flores. Ella las ignora y solamente le indica que
las coloque en un balde con agua que se encuentra al fondo frente a él. Luego, autoritaria,
le pide que se retire mientras ella se viste. Michael le obedece a medias. Se
siente poderosamente atraído por aquella mujer, la cual podría ser su mamá,
pero a él eso no parece importarle. Se atreve a espiarla silenciosamente desde
la entrada. Verla le ruboriza y le hace aumentar su deseo hacia ella. Hanna
deslizaba una media de seda por su muslo, ceremonialmente. Es una mujer sensual
y segura de su belleza. Ella se da cuenta que está siendo observada por Michael
y con rudeza le grita, espantándolo. El chico corre escaleras abajo.
Michael vuelve al día siguiente luego de la escuela. Aguarda a Hanna
sentado en las mismas escaleras. Ella llega con un balde lleno de carbón en la
mano. Sin saludarlo solo le ordena a que baje al sótano y regrese con dos baldes
más llenos. El chico le obedece al instante. Toma una pala y enérgicamente escarba
la montaña de carbón que de inmediato lo impregna todo de hollín. El chico entra
a la pieza de Hanna con los dos baldes, orgulloso y sumiso. Hanna al verlo se
ríe sonoramente por primera vez. Su aspecto ennegrecido es realmente cómico.
—¡Anda! ¡Quítate la ropa! Te prepararé un baño.
Michael sorprendido obedece, pero lo hace con total vergüenza. Esta vez,
estar desnudo y vulnerable le parece una prueba mucho más fuerte que superar.
Hanna lo observa con seriedad, pero divertida; demostrando la frialdad y falta
de pudor de una enfermera o de una veterana prostituta.
—No acostumbras bañarte con los pantalones puestos, ¿o sí?... Quédate
tranquilo que no te miraré, —le miente.
Michael corrobora que Hanna se aleja cerrando tras de ella una austera cortina.
Michael se queda de pie unos segundos desvistiéndose por completo, luego decide
entrar a la bañera. Sus actos demuestran que aquel simple baño simboliza su
bautismo; su ritual de iniciación a la intimidad. Por primera vez, está tomando
un baño fuera de su casa. La experiencia lo revitaliza. Al finalizar Michael se
percata que Hanna lo ha estado espiando al igual que él lo había hecho el
primer día. Se abochorna y busca tapar sus partes íntimas. Pero ella también se
encuentra desnuda. Lo abraza y le demuestra estar dispuesta a acostarse con él.
Michael le expresa con timidez que esa sería su primera vez. Ella lo entiende y
acepta guiarlo.
El chico descubre mansamente como el cielo y el paraíso se abren a sus
anchas ante él, con la satisfacción más pura de que lo celestial y lo divino
pueden estar escondidos en el placer carnal de las secretas pasiones humanas.
Luego de hacer el amor, y estando todavía desnudos, Michael le pregunta a Hanna
su nombre. Ella duda en responderle. Lo evade nerviosa, envolviéndose entre las
sábanas. Michael le sonríe expresándose con naturalidad.
—¿Hay alguna razón para no saberlo acaso?...
—No. Me llamo Hanna. Mi nombre es Hanna Schmitz.
—Hanna… Me llamo Michael. Michael Berg. —El chico le vuelve a sonreír.
Ahora se siente orgulloso, completo, satisfecho.
La inusual pareja de amantes repetirá su rutina de verse cada tarde después
de clases en casa de Hanna. Al finalizar de intimar Hanna le pregunta a Michael
sobre los conocimientos que le enseñan en clases. El chico le cuenta que le están
enseñando latín y griego. Ella le anima a que le demuestre lo aprendido. Michael
empieza a recitarle una breve frase literaria en latín. Hanna se emociona
visiblemente al escucharlo. El chico sonríe y le expresa:
—¿Por qué me felicitas si no sabes qué te estoy diciendo?...
Otro día Michael sorprende a Hanna con una novela que desea obsequiarle.
Hanna le devuelve cortés el libro diciéndole:
—Prefiero que seas tú quien me lo lea. Anda. Disfruto mucho escuchando tu
voz.
Y así el chico se dispone a leerle a ratos aquella obra a Hanna. La rutina
se repite, aunque Hanna le propone invertir el orden establecido. Harán el amor
luego que Michael finalice su lectura. No antes. Así la pasión por leer aviva
el deseo entre ambos, haciendo que cada episodio pase a ser un preámbulo simultáneo
de intimidad e intelectualidad. Y el amorío va avanzando entre páginas,
capítulos y grandes obras literarias, incluyendo un cómic ilustrado favorito de
Michael que estimulan un sexo cada vez más ardiente y apasionado.
Pasan unos pocos días y Michael le propone salir de paseo en bicicleta.
Hanna acepta ilusionada. El chico decide vender parte de su valiosa colección
de estampillas para poder financiar la aventura. Durante una parada, la pareja
se detiene en un tranquilo restaurant al aire libre. La mesera les trae a ambos
la carta con el menú. Hanna nerviosa lo observa, entre indecisa y frustrada.
Incluso voltea a ver a un grupo de niños que leen las opciones y ríen frente a
ellos.
—¿Qué te apetece comer Hanna?...
—Ordenaré lo mismo que tú.
Luego de comer, la mesera que los atendió le expresa con mala intención a Michael:
—Tu mamá debió disfrutar mucho la comida.
—Sí. Bastante en realidad.
Michael le cancela y se aleja de la mesera, acercándose hasta Hanna que
lo aguarda sosteniendo su bicicleta. El chico la ve y sin más le estampa un
soberano beso en la boca. Ambos sonríen y se alejan pedaleando. Se dirigieron luego
a una vieja capilla y Hanna se sentó a escuchar embelesada a un coro infantil
que ensayaba unos preciosos cánticos. La emoción y la alegría le hicieron
llorar de gozo. Michael la observaba desde lejos, contento, satisfecho y
plenamente feliz.
Las vacaciones de verano inician y Michael asiste de mala gana a las
actividades que la escuela programa con sus compañeros a algún lago o
campamento. En el salón una de sus compañeras de curso ya le había manifestado
un directo interés romántico. La atractiva chica por más insinuaciones y
pretextos no logra captar en lo absoluto el interés de Michael. Está totalmente
ausente. Su mente y corazón solo ansía estar de vuelta con Hanna. Mientras él comparte un rato de sol y relajación, Hanna labora un día más como operadora
del tranvía de la ciudad. Michael decide sorprenderla, desde un vagón adjunto
la observa esperando que ella se alegre y corra a su encuentro, pero ella se
irrita ante la iniciativa del chico.
Lo reprende al llegar a casa expresándole que no le agradó que se
presentara así sin avisarle a su trabajo. El chico se disculpa frustrado. Se ha
enamorado de aquella extraña mujer y no le avergüenza en lo absoluto
manifestárselo.
—¿Acaso no te alegró verme Hanna?...
—Tú tampoco buscaste acercarte hasta mi vagón. ¿Qué pretendías?...
El suceso da a entender que Hanna asume su trabajo con excesiva seriedad.
Tanto, que un día se le acerca un supervisor uniformado expresándole que se
había ganado un ascenso dado a su intachable desempeño. Había sido evaluada concienzudamente
y le asignaban a formar parte del departamento administrativo del tranvía.
—¡Felicidades por su ascenso señorita! ¡Ahora tendrá un trabajo de oficina
mejor remunerado!
El hombre se alejó mientras Hanna inmutable se dispuso a irse a recoger
sus pocas pertenencias de la pieza donde vivía para irse de la ciudad sin dar
mayores explicaciones.
Michael buscó a Hanna y aguardó recibir noticias suyas, pero ella nunca lo
volvió a contactar. Su huida le causó gran dolor y desilusión, pero ocho años
después volvería a sentir una decepción mucho mayor y más cruda al reencontrase
accidentalmente con ella frente a un Gran Jurado.
Michael Berg había decidido estudiar abogacía en la Escuela de Leyes de la
Universidad de Heidelberg. Su tutor lo había elegido como parte de un pequeño
grupo de alumnos aventajados para iniciar unas pasantías en el Tribunal de
Justicia. Ahí estaría como oyente junto a sus compañeros de curso y su tutor
para evaluar a nivel legal el caso de unas antiguas agentes de las SS acusadas
de haber dejado morir a 300 mujeres judías, prisioneras de un campo de
concentración cercano a Cracovia, durante el incendio de la iglesia en la que
estaban encerradas para pasar la noche, al ser evacuado el campo en el año
1944. Consternado, Michael descubre perplejo que Hanna es una de las acusadas.
Las compañeras de Hanna conspiran para acusarla de haber sido ella
la principal responsable de aquel atroz crimen, alegando que ella misma había
leído y firmado un documento oficial que lo respaldaba. A su vez, el propio
juez le expresa a Hanna su indignación ante su fría conducta, sabiendo que ella
estuvo dispuesta a quemar vivas a aquellas pobre mujeres y no demostraba ningún
asomo de arrepentimiento.
—Debía cumplir órdenes su señoría. La muerte de esas mujeres era necesaria
para poder recibir a las otras nuevas que luego llegarían. ¡Había que conseguir
más espacio!
Todos los presentes en el recinto exclamaron al unísono un murmullo de
asombro e indignación unánime. El juez categórico le exigió a Hanna que
escribiera en un trozo de papel para comparar su letra con la firma dejada en
aquella atroz sentencia de muerte. Le colocaron un bolígrafo y una libreta
frente a ella. Michael ni siquiera era capaz de ver al estrado. Solo escuchaba
cabizbajo lo que sucedía sentado en las tribunas. Su tutor le observaba y le
preguntó si algo malo le sucedía. Michael le mintió. Y unos minutos más tarde
Hanna también le mintió al Juez y a todos los presentes.
—No hace falta hacer ninguna comprobación. Fui yo señoría.
Aquella confesión llevaría al Gran Jurado a aplicarle a Hanna una condena
mucho mayor que al resto de sus compañeras. Pasaría 20 años en la cárcel para
mujeres.
En la pausa de un receso Michael volvió a hablar con su tutor explicándole
que existía la posibilidad que la propia acusada estuviese resguardando una
evidencia importante que le podría eximir de alguno de los cargos. Michael no
se atrevía incluso a revelarle a su tutor hasta qué punto estaba involucrado
con ella, pero Michael en un último momento quiso hablar en persona con Hanna
para alentarla a revelar su gran secreto y dejar de un lado la vergüenza pública,
pero luego de haber sido anunciada su presencia en la prisión, Michael decidió
no hablar con Hanna, dejándola sola y a su suerte.
Los años transcurrieron y Michael se casó y tuvo una única hija. Luego se
separó de su mujer al poco tiempo. No tardó en ir a visitar a su mamá para
darle la mala noticia de su divorcio. Hizo una pausa en su cuarto de joven. Ahí
estaban todavía resguardados los ejemplares que les leía en voz alta a Hanna: La
Odisea de Homero, La dama del perrito de Chéjov, Las aventuras de Huckleberry
Finn y el cómic de Tintín y Las siete bolas de cristal. Los embaló todos y se
los llevó. Ya en su casa tomó una grabadora de cassettes y conectando un
micrófono comenzó a grabarse narrando con su propia voz esos mismos libros, en
estricto orden. Así en varios meses, logró revivir las horas que estuvo con
Hanna cuando tenía 15 años, ofreciéndole luego todas las cintas y la grabadora
de cassettes como un obsequio anónimo.
Aquel noble gesto revivió en Hanna un sentimiento puro y noble de ilusión y
ganas de vivir, pese a encontrarse sola y vacía en aquella cárcel. Sin ningún
pariente o amigo que la visitase. La compañía virtual que le ofrecía Michael
era suficiente. Tan solo su voz le inyectaba deseos de vivir. Así que Hanna se
las ingenió para sorprenderlo y demostrarle lo agradecida que estaba. Fue hasta
la biblioteca de la cárcel y solicitó un ejemplar de «La Dama del Perrito», y
contando las palabras que veía impresas, fue identificando las mismas que
Michael le leía. Y con paciencia y mucha dedicación, Hanna aprendió poco a poco
a leer y a escribir de manera autodidacta.
Le estuvo enviando a Michael muchas cartas con pequeñas notas que él leía,
pero se negaba a contestar. Ella pensaba que no les llegaban por algún problema
con el correo, pero era que simplemente él no deseaba alimentar en ella ninguna
ilusión romántica. Los papeles se habían invertido. Ella buscaba refugiarse en
su amor luminoso e inspirador, pero Michael solo llevaba en su corazón un
oscuro sentimiento de frustración y arrepentimiento por ahora conocer realmente
de quien se había tontamente enamorado en su juventud.
Transcurren 18 años y Hanna es evaluada por las autoridades alemanas para
considerar su libertad condicional. Ubican telefónicamente a Michael,
explicándole que de reubicar a Hanna, deben contar con alguien que se haga
responsable de ella. Y es precisamente él la única persona con la que Hanna
pudiese contar para tal tarea, ya que ella ha mantenido por años contacto por
cartas con él. Michael queda consternado. Manifiesta aceptar la responsabilidad,
pero al reencontrarse en persona con Hanna, le hace ver que él no tiene intenciones
de involucrarse en lo absoluto sentimentalmente con ella. Su frialdad es total,
cruel y lapidaria. Le ha comprado un pequeño apartamento y le ofrece una posibilidad
de empleo, nada más.
—¿Cómo has estado «niño»? ¡Veo que has crecido un poco!... —Michael esboza
una mueca y apenas es capaz de verla a los ojos.
Michael le da la espalda a una señora de sesenta y cinco años que en un
instante se avejenta por completo y se marchita como una flor al perder
cualquier esperanza de reconciliación con su oscuro pasado y con su único y verdadero
amor.
—Volveré. Nos veremos de nuevo en una semana. —Fue lo último que Michael le
expresó a Hanna.
A solas en su celda, Hanna toma dos pilas de libros que había sacado de la biblioteca y usándolos como podio, se sube en ellos para ganar altura y lograr ahorcarse esa misma noche. Deja escrito de su puño y letra un breve testamento que le indica a Michael que es su deseo que él se encargue de entregarle todos sus ahorros a una de las hijas de las víctimas que ella misma asesinó. Le agradece a Michael sus molestias y le expresa que esperaba algo más. Michael solamente reacciona rencontrándose con su hija y llevándola a la misma iglesia que una vez visitó con Hanna años atrás.
Ahí en esos mismos jardines decidió
enterrar a Hanna Schmitz. Michael le muestra la lápida a su hija y de una manera muy
sentida, le empieza a contar desde aquel día que se enfermó con quince años
de escarlatina.

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