Un mal entendido de amargo sabor se transformaba. Mi amigo y yo hacíamos las paces. Conversamos de manera calmada y reflexiva, justo en medio de nosotros surgió la tregua. Volvía a renacer la confianza perdida. También surgía esa necesidad de contarle una experiencia personal reciente, dada la certeza de conocernos bien por tantos años. Noté que me prestaba completa atención, así que inicié así:
«Cuando niño tuve el antojo de comer monedas de chocolate. ¡Me encantaban esas golosinas circulares con detalles y dibujos en relieve, envueltas en papel de aluminio dorado! Se lo solicité a mi mamá, salir e ir a comprarlas. Ella me complació. Veníamos ya de vuelta, caminábamos por la avenida principal. En aquellos días la panadería más cercana nos quedaba a unas cinco cuadras de casa, recuerdo que era en esa, diagonal a la redoma de La India, donde las vendían. Anocheció de imprevisto mientras nos desplazábamos. No le presté atención, venía concentrado saboreando mis monedas...
Nos faltaban pocos metros para cruzar a la derecha en la esquina y llegar. De súbito, un hombre silencioso como una sombra, serio y delgado nos interceptó. Sin mediar palabras atenazó con su mano la muñeca de mi mamá. Intentaba despojarla de su porta monedas. Yo observaba espantado la escena, paralizado. Comencé a llorar desconsolado mientras mi mamá gritaba: "¡No! ¡Suélteme! ¡Mi cédula, mi cédula!" El delincuente no se inmutó, y siguió por varios segundos presionando hasta que alcanzó su objetivo, despojándola de su cartera y huyendo con igual sigilo.
Mamá fue muy valiente. Buscó abrazarme, y luego nos desplazamos a casa explicándome que un mal hombre la había robado, pero que ella estaba bien y que no me preocupara. (Aunque ella se frotaba la muñeca disimulando el dolor). Lo que ella lamentaba era su documento de identidad, ya que dinero no había llevado tanto. Cuarenta años después, ese mal recuerdo se presentaba ante mi cada vez que, por alguna razón, pasaba por esa misma calle; hasta que recientemente decidí que era necesario enfrentarlo. Hace cinco años ella falleció, y honrando su valentía demostrada me inspiró a intentarlo.
Así que, en vez de evitar desplazarme por aquella avenida (lo que generalmente hacía en años anteriores), decidí caminarla. Confieso que las primeras veces era muy amargo, sí. Pero una de estas tardes de pesado tráfico, decidí bajarme del Metrobús en la parada de la redoma de La India, y culminar a pie el trayecto a casa. Hay una esquina previa en donde puedes cruzar a tu derecha y rodearla por otras calles. Ese día, proseguí derecho por la larga acera. Alcé los ojos, venía atento a mi entorno, pero relajadamente. Me aproximaba a el mismo lugar del asalto. Al borde de la acera estaban dos personas con rostro de expectativa, mi hija Luz y una amiga de ella, Bárbara, aguardando transporte. Cuando me acerqué a saludarlas se sorprendieron. Yo internamente también, ¡no me imaginé nunca encontrármelas en aquel lugar! Charlamos amenamente y apenas el bus que aguardaba Bárbara llegó, nos despedimos de ella y Luz y yo volvimos a casa tomados de la mano. Internamente hice lo mismo, me despedí y le dije adiós para siempre a ese mal recuerdo y a esa amarga sensación».
Al concluir mi relato mi amigo no hizo comentario alguno. (He aprendido a no generarme expectativas de las cosas), por lo tanto, no le reproché nada. Noté que se paraba de su escritorio y salía sin más. Al cabo de un rato regresó con una pequeña bolsa en la mano. Con un tímido gesto y cumplido colocó junto a mi, envuelto en sutil papel de aluminio, un riquísimo bombón de chocolate. ¡Eso sí es saber responder, pensé! Y terminó compartiendo con nuestros otros colegas su buena intención.
Esa misma tarde, todo en la oficina se hizo fluido, sin contratiempos. Regresé a casa luego de finalizar mis labores, contento por la experiencia del chocolate, la charla y las consecuencias vividas. Deseaba volver, sí. El recorrido fue igual de agradable, porque a pesar del calor, la cola, la lentitud para llegar, estaba en una muy agradable sintonía interior. Rememoraba la conversación con mi colega, lo experimentado con mi hija y su amiga y el cambio ocurrido después de tantos años, y me sentí extremadamente vulnerable. Subí al Metrobús y me desplacé contemplando la ciudad; el entorno se me hizo cada vez más hermoso. Esa grata sensación de plenitud se apoderó de mi alma. Pasamos la redoma de La India en un santiamén. Todo a mi alrededor brillaba. ¿Cómo explicarlo?... Los colores de las cosas, el aire, las texturas y matices del paisaje. Al llegar a mi parada habitual me bajé. (La parada del Metrobús queda en la calle paralela a la del viejo incidente), alcé la vista, dos mujeres venían caminando a mi encuentro: mi esposa Yuma y mi querida Luz. Mi hija me reconoció en la distancia, y sin más, echó a correr sonreída hasta mi. Su abrazo fue un choque de emoción contenida. La abracé fuerte y hundí mi rostro en su pecho. No pude contenerme; la segunda señal del día, llegaba de esta manera a manifestarse. Y lloré de felicidad, así sin más. Las dejé desconcertadas, no entendían mi reacción. Por eso les invité a leer esta historia, y no solo a ellas, a mis demás seres queridos también, y a cualquiera que necesite saber cómo se siente transformar lo negativo, sí se tiene el valor.

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