Actualmente madrugamos en familia.
La rutina diaria la encaramos bajo el liderazgo de Yuma, mi esposa, quien afanosamente
nos agiliza el desayuno mientras nuestros dos hijos y yo nos preparamos a
enfrentar juntos un nuevo día. Los tres nos despedimos de ella con un beso y gratos
deseos (Les confieso que muchas veces he anhelado quedarme y no salir a
trabajar pero ella es la que cuenta con ese privilegio de laborar desde casa).
Ya en el metrobus (Autobús de la Compañía Metro de Caracas), cada uno se ubicó
en un puesto diferente. Unas cuadras más adelante me percaté que mis dos
jóvenes tesoros se sentaban a mi lado, al desocuparse el asiento a mi diestra y
uno justo detrás. Venía algo abstraído mirando por la ventana hacia ningún
lugar en particular, solo retrocediendo varias décadas en el tiempo. Mis dos hijos
nacieron y viven en la misma casa donde también yo nací y crecí. Uno siente que
apenas no hace mucho, (cuatro décadas y algo más) hacía el mismo recorrido con
mis padres, por esa misma ruta y en circunstancias muy similares.
Y quizás por casualidad, en el
instante que reflexionaba sobre esa cronología, en el paisaje que iba
desplazándose afuera, sobre una colina cercana, ubiqué al Centro Vista. Un
pintoresco lugar que en aquellos días cuando niño era nuestro destino habitual.
Y así en sintonía con esos recuerdos bonitos del pasado, comencé a narrárselos
a mis hijos.
“Apreciaba mucho lo agradable del
paseo en familia y la especial intimidad que mi padre nos brindaba a mamá y a mí
en esos días. El poseía carro, y conducía con mucha elegancia. Era de esas
personas con ese modo de ser relajado y pacífico, sumado a su buen humor como tarjeta
de presentación. Por costumbre, sus visitas nos llevaban a una fuente de
soda llamada Sagitario, ubicada en colinas de Vista Alegre. Llegar ahí era muy
placentero debido a dos cosas: pasábamos por la escuela municipal donde en esos
días estudiaba primaria y sus alrededores (la iglesia donde hice la Primera
Comunión, por ejemplo), y por el ascenso
a esa urbanización privilegiada por su ubicación en plena montaña, su clima agradable
y vegetación exuberante. Todo el trayecto era muy pintoresco, muy hermoso. Había
un colegio de monjas literalmente anclado en la roca, su portentosa
arquitectura le daba la apariencia de un fastuoso castillo medieval. Ya en la
cima de la colina, un estadio de béisbol junto a un amplio parque infantil recién
inaugurado, nos daba siempre la bienvenida.
Nos sentábamos casi siempre en
las mesas que quedaban justo al lado de sendos ventanales que nos brindaban mucho
fresco y claridad. Poseía una espectacular vista del suroeste de Caracas.
Sagitario estaba estratégicamente en el local justo en frente del borde de la
colina. Literalmente podíamos ubicar nuestra casa desde ahí. Papá siempre nos
invitaba a ordenar lo que quisiéramos (pizzas, club houses, merengadas y tortas de helado… ¡cómo olvidar los riquísimos quesillos!), mientras él sólo se conformaba con unas pocas cervezas (recuerdo
que casi siempre bebía Pilsen o rubia, pero también lo vi consumiendo la llamada
cerveza negra). Su tono de voz, el brillo en sus ojos y sus ocurrencias le
iluminaban el rostro. Siempre supe con certeza que él era feliz compartiendo
unas pocas horas con nosotros, haciendo de nuestros encuentros algo entrañable
e inolvidable.
Los días de frecuentar aquella
fuente de soda finalizaron ya cuando alcancé los dieciocho años y el local dejó
de tener un ambiente estrictamente familiar. Pasaron los años y todo cambió, ¡pero
bien merecía evocarles a ustedes mis hijos, tantos buenos momentos compartidos
con sus abuelos!”
Nos despedimos esa mañana y ellos
se dirigieron a sus clases en el Instituto Universitario y yo a la Corporación
donde trabajo. Finalicé la jornada y otra vez de vuelta a casa en solitario. Llegué
a la parada del metrobus mecánicamente, casi sin darme cuenta, porque me
distraigo escuchando mi música favorita con audífonos. Alcé la vista mientras esperaba
en la cola ubicada casualmente donde algunos edificios de poco tamaño tapan
parcialmente la zona de Vista Alegre. Aún caía la tarde, y precisamente desde
esa misma colina, donde todavía está emplazado el Centro Vista y aún se
aprecian los grandes ventanales de la vieja fuente de soda, los tibios rayos
del sol me acariciaron con su brillo, color y calidez el rostro al mirar hacia allí.
Fue una señal mística, una bendición desde el cielo. Así lo sentí.

Ser padre fue el mayor de los regalos que me brindó la vida. Cambió mi perspectiva y visión, me otorgó un propósito y me hizo entender su importancia, su valía. Jamás pensé volver a releer estas líneas y tener ahora que incluir a mi amada esposa en la dedicatoria. ¡Gracias, amor! ¡Gracias a tí, fue posible ese milagro! Seguiré adelante, apoyando a nuestros dos maravillosos hijos, usando toda la referencia que pueda de tu conducta ejemplar. ¡Hasta que nos volvamos a encontrar!...
ResponderEliminar