"No existen más que dos reglas para escribir: Tener algo que decir y decirlo."
Oscar Wilde (1854 – 1900)
A Rodolfo lo recuerdo desde siempre. Si apenas ha cambiado algo con los años. Es de esos individuos que por su personalidad y condición diferente, destacan ante los demás, y sin querer, se ganan el apodo de "retardado" o “loco”, produciendo en algunas personas risas o comentarios indiscretos, por su modo particular de hablar y comportarse. De piel blanca, alto y delgado, cabellos lacios castaño oscuro al igual que sus ojos, su mirada siempre fue seria, desafiante, expresaba soledad con algo de frialdad entremezclada. Ha sido siempre vecino del sector donde nací y su presencia muy emblemática. Rodolfo sufría problemas de atención cuando niño y en sus primeros años de educación, le fue muy difícil avanzar, por esta razón lo he visto dedicarse a distintas actividades informales para ganarse la vida. Un tiempo estuvo ejerciendo como acomodador en las salas de cine que antes funcionaban en la localidad; familiares y amigos íbamos con frecuencia. Algunos asistentes se burlaban de él con crueldad, faltándole el respeto, haciéndolo irritar por lo que duró muy poco en esa actividad. Tiempo después se dedicó a vender chucherías, no dentro del cine, sino en su propio carrito ambulante, en las afueras del centro comercial. Varios años estuvo haciéndolo, primero desplazándolo de un lugar a otro, luego, estando siempre en un mismo punto. Repentinamente, al uno pasar se le observaba con menos mercancía de lo habitual, puede que no le haya sido sencillo equilibrarse administrativamente, lo cierto es que un buen día, Rodolfo y su carrito desaparecieron.
Algún tiempo después volví a verlo por la urbanización, ahora rodaba por las cuadras más transitadas con una sencilla bicicleta color negro de amplios rines. Llevaba delante una cesta de repartidor y colgada de ella un letrero muy escueto: «Se Reparan Bicicletas». En una oportunidad me reparó una de las ruedas de la bicicleta de mi hijo. Fue a casa, se la llevó y la trajo a los pocos días. Le pagué por su trabajo y noté en sus ojos satisfacción y orgullo. Rodolfo era por naturaleza un muchacho singular, y su modo de hablar le definía como alguien que se esforzaba por ganarse duramente un espacio en una sociedad inhóspita.
Los años transcurrieron y el ciclista reparador se volvió únicamente el ciclista a secas. Con qué se ganaba la vida, era un misterio. Varias veces llegó a tocar mi puerta solicitando una limosna. Uno se apiadaba de él pero también lo aconsejábamos que buscara algún oficio. No volvió a pasar por casa ni tampoco a montar su bicicleta. La sorpresa fue enorme al ver a Rodolfo desplazándose ahora en una silla de ruedas y con una pierna amputada. Alguien lo había arrollado con su carro y el hombre al caerse en la calle pasó mucho tiempo para que fuera atendido de la funesta herida en la pierna, y lamentablemente se le infectó. Verlo así me impactó. De ser una figura cotidiana y dinámica de mi comunidad, Rodolfo, era ahora el triste ejemplo de un incapacitado, quien había fortalecido por años sus piernas y ahora debía valerse de sus brazos y mucha fuerza de voluntad para continuar.
Su rostro, voz y actitudes solemnes apenas habían cambiado desde que lo recordaba de muchacho ahora que ya rebasaba los cincuenta años. Por un tiempo usó un tupido bigote (algunas veces me asombraba su semejanza de rasgos faciales con el cantante del grupo Queen Freddie Mercury), pero ahora llevaba el rostro y el cabello rapados. Sentado en esa silla de ruedas, repetía su cotidiano recorrido que antes hacía en bicicleta, ahora impulsado por el esfuerzo de sus brazos.
Apenas había logrado acostumbrarme a su nueva condición cuando un tiempo después vi a Rodolfo rodando su silla de ruedas. Sí, Rodolfo rodaba su propia silla de ruedas vacía. Esta vez él la desplazaba como una andadera, caminaba tras de ella sujeto a los manillares con paso firme y moderado la tantas veces recorrida avenida principal. Iba al ras de la acera, por la misma calle por donde transitó antes con su bicicleta. Una prótesis había proporcionado el milagro. Juro que la primera vez que lo vi, al reconocerlo me pareció creer que estaba soñando. Fue una cálida mañana, pocos días después al volver a verlo repitiendo su rehabilitación, cuando no reprimí el impulso de felicitarlo con un gesto de triunfo desde la acera del frente. Él me miró reconociéndome, repitió mi gesto y simplemente prosiguió, caminando con mayor dignidad, elevándose con cada paso. Llevaba esa misma mirada de antaño, notando en sus ojos una clara satisfacción y un orgullo muy particular, inspirador, digno de contar. Su ejemplo me hizo reconocer su gran fortaleza de espíritu. Y eso lo corroboré al investigar el significado de su nombre, Rodolfo: «Aquel que gana la batalla por su aptitud guerrera y su valentía».
Esta historia fue publicada originalmente el 20 de octubre de 2015 en:

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