Recién escuché las
declaraciones de un aclamado astrofísico parapléjico sobre su postura atea. Al
expresar su negación total acerca de la existencia de Dios y su nula
participación en el principio de toda la creación, me sentí aliviado. ¡Al fin
un mundo sin maldad, crueldad, injusticias ni personajes de crueles intenciones
me fue revelado! Luego surgió mi hipótesis; sin Dios tampoco existiría el mal, y
este incapacitado, posiblemente, nunca habría padecido esa cruel parálisis de fe tan
dentro de su alma.
Hoy me levanté muy
competente y me fui veloz al nuevo trabajo. Llegué puntual, optimista a pesar
del pesado tráfico, con suficiente tiempo para esperar a que alguno de mis
compañeros abriera la oficina y me permitiera entrar. Al poco rato me percaté
de la necesidad de ajustar mi ritmo y frenesí al nuevo compás: sosegado,
paciente y relajado por fuera, enfocado, diestro y cronometrado por dentro.
Abundan los casos
de personas enfermas añorando escapar lo más rápidamente posible de su horrenda realidad
emocional, otras simplemente la guardan, la esconden muy bien para evitar
encontrarla por descuido o desdén. En ambos casos, la sorpresa al tropezarse de
nuevo con ella es igual de cruel, sobre todo si la hallan en el turbio fondo de
una botella de licor.
Leí al pasar un
titular amarillista de una prensa local: “Mujer parte en dos el corazón a su marido”.
Sentí pena, aunque preferí imaginar que aquel crimen pasional había sido pura y
dura desilusión envuelta en amargo desamor.
Subiendo unas
escaleras con techo raso, por descuido sufrí un duro golpe en la cabeza contra
un muro de concreto. Casi me noquea. Me asombró lo fuerte del impacto, y no
haberme hecho un chichón. Horas más tarde, recibí formales felicitaciones por
mi desempeño laboral en el nuevo empleo, fue inesperado y rotundo como el
trancazo en la frente, pero sólo se me hinchó el ego.
Papá fue tapicero.
Una vez me contó haber pasado una racha de austeridad. No le alcanzaba con lo
que ganaba para comer. Oró, pidiéndole al alma de la abuela una ayuda divina. Al
poco tiempo alguien tocó a su puerta, papá le atendió con amabilidad y sorpresa. Aquella persona sin identificarse le solicitó tapizar un juego de muebles suyo, y le preguntó cuánto le costaría.
Papá le respondió que para eso tendría que ir a verlos; además, debía escoger el tipo de tela. La cliente al asomarse y ver los modestos muebles en la sala de papá, le aseguró que los de ella eran
muy similares, y no haría falta, deseaba un acabado parecido. Papá le dijo entonces el monto y la desconocida le
entregó insistente el dinero completo por adelantado, expresándole que luego le
haría llegar los muebles a tapizar. Esa persona jamás regresó. Él siempre agradeció aquel
milagro, dado que nunca tuvo dato alguno sobre esa aparente desconocida que le brindó tan importante ayuda.


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