http://soundcloud.com/aeternitas_official
Creo firmemente en el poderoso atractivo de una obra musical
inspirada en un concepto literario. Desde que Internet nació como herramienta,
me he dedicado a descubrir a estos músicos brillantes (y muy poco conocidos)
que desde distintas latitudes ejecutan magistrales discos conceptuales de gran
calidad. Quiero hablarles hoy de Aeternitas, una
agrupación alemana de quienes conocía sus dos primeros trabajos musicales:
Requiem (2000) y La Danse Macabre (2004), y gracias a Facebook descubro que
como grupo han continuado trabajando e incluso en 2009 realizan un tercer disco
y DVD, pero esta vez más ambicioso, por
tratarse de un musical inspirado en un cuento del escritor americano Nathaniel
Hawthorne, colega de Edgar Alan Poe, titulado "La Hija de Rappacini" (Rappacini´s Tochter en el disco original). Veintiséis temas cantados y hablados en alemán donde elevan todo un sinfín de emociones gracias a su genialidad
musical y teatral. Podemos sentir que Aeternitas se nutre de la literatura y de
un interesante movimiento artístico, conocido como Expresionismo Alemán.
El expresionismo forma parte de las llamadas “vanguardias
históricas”, es decir, las producidas desde los primeros años del siglo XX, en
el ambiente previo a la Primera Guerra Mundial, hasta el final de la Segunda
Guerra Mundial (1945). Fue un movimiento artístico surgido en Alemania que abarcó las artes plásticas, literatura, música, cine, teatro, danza, fotografía. Los expresionistas pretendían reflejar su mundo interior, su
estado anímico, propenso por lo general a la melancolía, a la angustia, a la
evocación, a un decadentismo de corte neorromántico.
No he visto aún la obra en DVD pero descubrí en la red el
cuento que inspiró la trama y profundicé sobre el autor norteamericano, ya que
el musical al escucharlo me interesó mucho conocer su contenido. Y críticas
como estas son en verdad inspiradoras...
Diremos enfáticamente de los cuentos de Mr Hawthorne que
pertenecen a la más alta esfera del arte. (...) Los rasgos distintivos de Mr
Hawthorne son la invención, la creación, la imaginación y la originalidad,
rasgos que, en la literatura de ficción, valen acentuadamente más que todo el
resto.
La Hija de Rappacini (Rappacini's Daughter) es un relato
fantástico del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne, publicado en 1846
como parte de su antología de cuentos Musgos de la Vieja Rectoría (Mosses from
an old manse).
La Hija de
Rappacini.
Rappacini's
Daughter; Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
No recordamos haber visto ningún ejemplar traducido de las
obras de M. de l'Aubépine: un hecho del que no hay que sorprenderse, pues hasta
su nombre es desconocido para muchos de sus compatriotas, lo mismo que para el
estudioso de la literatura extranjera. Como autor parece ocupar una
desafortunada posición entre los trascendentalistas (que bajo un nombre u otro
tienen su parte en la literatura actual del mundo) y el gran cuerpo de hombres
de pluma y tinta que se dirigen a los intelectuales y a las simpatías de la
multitud. Si no era demasiado refinado, en todo caso era demasiado remoto,
demasiado sombrío e insustancial en sus modos de desarrollo para convenir al
gusto de los últimos, y al mismo tiempo era demasiado popular para satisfacer
los requisitos espirituales o metafísicos de los primeros, por lo que
necesariamente tenía que encontrarse sin público, salvo aquí y allá un
individuo o posiblemente una camarilla aislada. Para hacerles justicia, digamos
que sus escritos no carecen totalmente de fantasía y originalidad; podrían
haberle merecido mayor fama de no ser por un inveterado amor a la alegoría que
puede investir sus tramas y personajes con el aspecto de las escenas y gentes
de las nubes, privando de calidez humana a sus concepciones. Sus ficciones son
a veces históricas, a veces del día de hoy, y a veces, por lo que hemos podido
descubrir, hacen poca o ninguna referencia al tiempo o el espacio.
En cualquier caso, en general se contenta con un ligerísimo
bordado de maneras externas —la falsificación más débil posible de la vida
real— y se esfuerza por crear interés mediante alguna peculiaridad menos obvia
del tema. Ocasionalmente un aliento de la Naturaleza, una gota de lluvia de lo
patético y lo tierno, o un brillo de humor se abren camino en medio de su
imaginación fantástica y nos hacen sentir como si después de todo estuviéramos
todavía dentro de los límites de nuestra tierra nativa. Añadiremos sólo a esta
breve noticia que las producciones de M. de l'Aubépine, si el lector acierta a
tomarlas exactamente desde el punto de vista apropiado, pueden hacer pasar una
hora de ocio tan divertidamente como las de un hombre más brillante; de no ser
por ello, difícilmente dejarían de parecer excesivamente absurdas.
Nuestro autor es voluminoso: sigue escribiendo y publicando
con una prolijidad infatigable y digna de alabanza, como si sus esfuerzos se
vieran coronados por el éxito brillante que con tanta justicia acompaña a las
obras de Eugene Sue. Su primera aparición fue una colección de historias en una
larga serie de volúmenes titulada «Contes deux fois racontés». Los títulos de
algunas de sus obras más; recientes (citamos de memoria) son los siguientes:
«Le voyage céleste à chemin, de fer» tres tomos, 1838; «Le nouveau père Adam y
la nouvelle mère Eve», dos' tomos, 1839; «Roderic; ou le serpent à l'estomac»,
dos tomos, 1840; «Le culte du feu», un volumen en folio de investigación
laboriosa de la religión y el ritual de los antiguos gabaros persas, publicado
en 1841; «La soirée du châteaux en Espagne», un tomo, ocho volúmenes, 1842; y
«La artiste du beau; ou le papillon mécanique», cinco tomos, en cuarto, 1843.
Nuestra búsqueda algo fatigosa de este notable catálogo de
volúmenes ha dejado atrás cierta simpatía y afecto personales, aunque en
absoluto admiración, hacia M. de l' Aubépine; y de buena gana haríamos lo poco
que nos es posible para introducirle favorablemente al público americano. El
siguiente relato es una traducción de su «Beatrice; ou la belle empoisonneuse»,
recientemente publicado en «la Revue antiaristocratique». Esta publicación,
editada por el Conde de Bearhaven, durante algunos años ha dirigido la defensa
de los principios liberales y derechos populares con una fidelidad y capacidad
dignas de toda alabanza.
Hace mucho tiempo un hombre joven llamado Giovanni Guasconti
vino de la región más meridional de Italia para proseguir sus estudios en la
Universidad de Padua. Giovanni, que sólo tenía una escasa provisión de ducados
de oro en su bolsa, se alojó en una cámara alta y oscura de un viejo edificio
que no parecía indigno de haber sido la residencia de un noble de Padua, y que
de hecho exhibía sobre su entrada el escudo de armas de una familia
desaparecida hacía mucho tiempo. El joven extranjero, que no carecía de
estudios sobre el gran poema de su país, recordó que uno de los antepasados de
esa familia, quizás un ocupante de esa misma mansión, había sido descrito por
Dante como participante en las agonías inmortales de su Inferno. Esos recuerdos
y asociaciones, junto con la tendencia a la congoja natural en un joven que por
primera vez salía de su esfera natal, hicieron que Giovanni suspirara
profundamente al contemplar a su alrededor la estancia desolada y mal
amueblada.
—¡Por la Santa Virgen, señor! —exclamó la anciana dama
Lisabetta, quien ganada por la notable belleza del joven se esforzaba
amablemente por dar a la cámara un aire habitable—. ¿Qué suspiro es ése que se
ha escapado del corazón de un hombre joven? ¿Le parece triste esta antigua
mansión? Entonces, por amor al cielo, saque la cabeza por la ventana y verá un
sol tan brillante como el que dejó en Nápoles.
Guasconti hizo mecánicamente lo que le aconsejó la anciana,
pero no pudo estar totalmente de acuerdo con ella en que el sol de Padua fuera
tan alegre como el de la Italia meridional. Sin embargo, el caso era que daba
sobre un jardín que había bajo la ventana y empleaba sus influencias
favorecedoras sobre una variedad de plantas que parecían haber sido cultivadas
con enorme cuidado.
—¿Pertenece a la casa este jardín? —preguntó Giovanni.
—Que el cielo lo impida, señor, a menos que fructificara en
hierbas de cocina mejores que las que ahí crecen ahora —respondió la anciana
Lisabetta—. No, ese jardín lo cultiva con sus propias manos el señor Giacomo
Rappaccini, el famoso doctor, del que le aseguro han oído hablar de él hasta en
Nápoles. Se dice que destila estas plantas en medicinas tan potentes como un
encantamiento. Con frecuencia verá trabajando al señor doctor, y quizás también
a la señorita, su hija, recogiendo las extrañas flores que crecen en el jardín.
La anciana había hecho ya todo lo que podía por el aspecto
de la cámara; y encomendando al joven a la protección de los santos, se
despidió. Giovanni no encontró mejor ocupación que la de contemplar el jardín
que había bajo su ventana. Juzgó, por su apariencia, que era uno de esos
jardines botánicos que existieron en Padua mucho antes que en cualquier otro
lugar de Italia o del mundo.
Ahora bien, no era improbable que hubiera sido en otro
tiempo el lugar placentero de una familia opulenta; pues en el centro estaban
las ruinas de una fuente de mármol, esculpida con raro arte, pero tan
tristemente destrozada que entre el caos de fragmentos restantes era imposible
encontrar el diseño original. Sin embargo el agua seguía brotando y
centelleando bajo los rayos del sol tan alegremente como siempre. Un ligero
sonido de gorgoteo ascendía hasta la ventana del joven y le hacía sentir como
si la fuente fuera un espíritu inmortal que cantara su canción incesantemente y
sin preocuparse por las vicisitudes que la rodeaban, encarnándose un siglo en
el mármol y esparciendo otro los adornos perecederos sobre el suelo. En el
estanque al que iban a dar las aguas crecían diversas plantas que parecían
necesitar abundante humedad para nutrir sus gigantescas hojas, y en algunos
casos flores magníficas y vistosas. En particular había un matorral que brotaba
en un jarrón de mármol situado en mitad del estanque que daba abundantes flores
moradas, cada una de las cuales tenía el brillo y la riqueza de una gema; y el
conjunto mostraba tal esplendor que parecía suficiente para iluminar el jardín
aunque no hubiera habido sol. Cada porción del suelo estaba poblada de plantas
y hierbas que, aunque menos hermosas, seguían mostrando señales de un cuidado
asiduo, como si todas tuvieran sus virtudes propias, conocidas por la mente
científica que las criaba. Algunas estaban colocadas en urnas, ricas por las
tallas antiguas, y otras en macetas comunes; algunas reptaban serpenteantes por
el suelo o se subían hacia lo alto, utilizando cualquier medio de ascenso que
se les ofreciera. Una planta se había enroscado alrededor de una estatua de
Vertumnus, que por ello había quedado totalmente oculta y envuelta en una
pañería de follaje colgante, tan felizmente dispuesto que habría servido como
estudio a un escultor.
Mientras Giovanni permanecía en la ventana escuchó un
crujido tras una pantalla de hojas y con ello se dio cuenta de que había una
persona trabajando en el jardín. Ésta se dio pronto a ver, mostrando que no era
un trabajador común, sino un hombre alto, demacrado, cetrino y de aspecto
enfermizo, vestido con la túnica negra de un estudioso. Había traspasado la
edad media de la vida, tenía el cabello cano, una barba rala y gris y un rostro
singularmente marcado por el intelecto y el cultivo, pero que nunca, ni
siquiera en sus días más juveniles, debió expresar excesiva calidez del
corazón.
Nada podía superar la intensidad con la que este jardinero
científico examinaba cada mata que crecía en su camino: parecía como si
estuviera contemplando su naturaleza más interior, haciendo observaciones
respecto a su esencia creativa y descubriendo el motivo de que una hoja
creciera de esta forma y otra de aquélla, y por qué aquellas flores diferían
entre sí mismas en cuanto al tono y el perfume. Sin embargo, a pesar de esa
comprensión profunda, no parecía existir intimidad entre él y aquellos seres
vegetales. Por el contrario, evitaba tocar las plantas realmente, o inhalar
directamente sus olores, con una precaución que impresionó desagradablemente a
Giovanni; pues la conducta del hombre era la de aquél que camina entre
influencias malignas, como animales salvajes, serpientes mortales o espíritus
malvados, que si les concediera un solo momento de permiso descargarían sobre
él alguna fatalidad terrible.
Provocaba en la imaginación del joven un miedo extraño ver
ese aire de inseguridad en una persona que cultivaba un jardín, el más simple e
inocente de los trabajos humanos, y que había sido al mismo tiempo la alegría y
el trabajo de los padres de la raza que no habían caído. ¿Era entonces ese
jardín el Edén del mundo presente? ¿Y este hombre, con esa percepción del daño
de lo que sus propias manos hacían crecer, era él Adán?
El desconfiado jardinero, mientras apartaba las hojas
muertas o podaba el crecimiento excesivo de los matorrales, protegía sus manos
con un par de gruesos guantes. No eran éstos su única armadura. Cuando paseando
por el jardín llegó junto a una planta magnífica que dejaba colgar sus gemas
moradas al lado de la fuente de mármol, se colocó una especie de máscara sobre
la boca y la nariz, como si aquella hermosura ocultara una malicia mortal; pero
considerando aun así que su tarea era demasiado peligrosa, retrocedió, se quitó
la máscara y con la voz fuerte, pero de una persona enferma y afectada de un
mal interior, gritó:
—¡Beatrice! ¡Beatrice!
—Aquí estoy, padre mío, ¿qué deseas? —gritó una voz rica y
juvenil desde la ventana de la casa de enfrente; una voz tan rica como el
anochecer tropical, y que hizo que Giovanni, aunque no sabía por qué, pensara
en los tonos profundos del morado o el carmesí, y en perfumes muy deleitosos—.
¿Estás en el jardín?
—Sí, Beatrice, y necesito tu ayuda —respondió el jardinero.
Enseguida salió por una puerta esculpida una joven ataviada
con tanta riqueza del gusto como la más espléndida de las flores, hermosa como
el día, y con una lozanía tan profunda y viva que un poco más de tono hubiera
resultado excesivo. Parecía abundar en ella la vida, la salud y la energía;
pero todos estos atributos estaban por así decirlo atados y comprimidos, y
tensamente ceñidos en su abundancia, por su zona virginal.
Pero la imaginación de Giovanni debió entristecerse mientras
contemplaba el jardín, pues la impresión que la hermosa desconocida causó en él
fue como si hubiera allí otra flor, la hermana humana de las vegetales, tan
hermosa como ellas, más hermosa que la más rica de ellas, pero que sólo podía
tocársela con un guante, que no podía acercarse uno a ella sin una máscara.
Cuando Beatrice recorrió el sendero del jardín resultó visible que tocaba e
inhalaba el aroma de varias plantas que su padre había evitado diligentemente.
—Ven aquí, Beatrice —dijo este último—. Fíjate cuántas
necesarias tareas exige nuestro principal tesoro. Pero como estoy tan agotado
podría pagar con la vida el castigo de acercarme tanto como las circunstancias
lo exigen. Temo por tanto que esta planta deba quedar exclusivamente a tu
cargo.
—Y alegremente me encargaré de ello —respondió la joven de
nuevo con su rico tono, tras lo cual se inclinó hacia la magnífica planta
abriendo los brazos como si fuera a abrazarla—. Sí, hermana mía, esplendor mío,
será tarea de Beatrice alimentarte y servirte; y tú la recompensarás con tus
besos y tu aliento perfumado, que para ella es como el aliento de la vida.
Entonces, con toda la ternura de actitud que de manera tan
notable había expresado en sus palabras, prodigó a la planta todas las
atenciones que parecía necesitar; y Giovanni, desde su alta ventana, se frotó
los ojos dudando casi de si era una joven que atendía a su flor favorita o una
hermana que afectuosamente cumplía sus deberes con otra. La escena acabó
pronto. Bien porque el doctor Rappaccini había terminado sus trabajos en el
jardín, o porque su mirada vigilante había captado el rostro del desconocido,
cogió del brazo a su hija y se retiraron. Ya se estaba acercando la noche;
oprimentes exhalaciones parecían brotar de las plantas y subir hasta la ventana
abierta; y Giovanni, cerrando la reja, fue hasta su cama y soñó con una rica
flor y una hermosa joven. Flor y doncella eran distintas, y sin embargo
iguales, y cada una de las formas parecía cargada con un extraño peligro.
Pero hay una influencia en la luz de la mañana que tiende a
rectificar cualquier error de la fantasía, o incluso del juicio, en el que
hayamos incurrido durante la puesta de sol, entre las sombras de la noche, o
con el brillo menos saludable de la luna. El primer movimiento de Giovanni al
despertar del sueño fue abrir la ventana y contemplar el jardín que tan fértil
de misterios había vuelto sus sueños. Se sintió sorprendido, y hasta un poco
avergonzado, al descubrir que era algo real y factual bajo los primeros rayos
del sol que doraban las gotas de rocío que colgaban de las hojas y las flores,
y que aunque daba un brillo mayor a cada flor rara lo situaba todo dentro de
los límites de la experiencia ordinaria. El joven se regocijó de que en el
corazón de la desértica ciudad hubiera tenido el privilegio de poder dominar
aquella zona de vegetación encantadora y abundante. Se dijo a sí mismo que le
serviría de lenguaje simbólico para mantenerse en comunión con la Naturaleza.
Cierto que en esos momentos no podía ver ni al enfermizo y agotado doctor
Giacomo Rappaccini ni a su brillante hija; por tanto Giovanni no podía
determinar hasta qué punto la singularidad que atribuía a ambos se debía a las
propias cualidades de éstos o al trabajo excesivo de su propia fantasía; pero
se sentía inclinado a examinar todo el asunto desde una perspectiva más
racional.
En el curso del día presentó sus respetos al señor Pietro
Baglioni, profesor de medicina en la Universidad, médico de fama eminente, para
quien Giovanni llevaba una carta de presentación. El profesor era un
perpodríamos considerar joviales. Invitó a cenar al joven y se mostró muy
agradable por la libertad y viveza de su conversación, sobre todo tras
calentarse con uno o dos frascos de vino de la Toscana. Giovanni, comprendiendo
que los hombres de ciencia que habitan la misma ciudad por necesidad deben
mantenerse en términos de familiaridad, aprovechó una oportunidad para
mencionar el nombre del doctor Rappaccini. Pero el profesor no respondió con
tanta cordialidad como el joven había previsto.
—A un maestro en el arte divino de la medicina le
correspondería conceder las debidas y merecidas alabanzas a un médico de tan
eminente habilidad como Rappaccini —dijo el profesor Pietro Baglioni como
respuesta a la pregunta de Giovanni —. Pero por otra parte respondería
escasamente a mi conciencia si permitiera que un joven digno como usted, señor
Giovanni, hijo de un antiguo amigo, recibiera ideas erróneas respecto a un
hombre que en el futuro podría llegar a tener vuestra vida y muerte en sus
manos. La verdad es que nuestro venerado doctor Rappaccini tiene tanta ciencia
como cualquier miembro de la facultad —quizás con una sola excepción— en Padua
o en toda Italia; pero existen ciertas objeciones graves a su carácter
profesional.
—¿Y cuáles son ésas? —preguntó el joven.
—¿Es que mi amigo Giovanni tiene alguna enfermedad del
cuerpo o el corazón, que tan inquisitivo se muestra acerca de los médicos?
—preguntó el profesor con una sonrisa—. Pues en cuanto a Rappaccini, se dice de
él —y yo, que conozco bien al hombre, puedo responder que es cierto— que se
preocupa infinitamente más por la ciencia que por la humanidad. Sus pacientes
sólo le interesan como sujetos de nuevos experimentos. Sacrificaría la vida
humana, la suya entre todas las demás, o cualquiera que le fuera más querida,
para añadir un solo grano de mostaza al gran montón de su conocimiento acumulado.
—Me temo entonces que es un hombre realmente horrible
—observó Guasconti recordando mentalmente el aspecto frío y puramente
intelectual de Rappaccini—. Y sin embargo, venerable profesor, ¿no es un
espíritu noble? ¿Hay muchos hombres capaces de un amor tan espiritual por la
ciencia?
—Que Dios no lo permita —respondió el profesor con cierto
enojo—. Al menos si no adoptan visiones más sensatas del arte curativo que las
de Rappaccini. Es su teoría que todas las virtudes medicinales están
comprimidas dentro de esas sustancias que denominamos venenos vegetales. Las
cultiva con sus propias manos, y se dice incluso que ha producido nuevas
variedades de veneno más horriblemente nocivos que con los que la Naturaleza,
sin la ayuda de esa ilustrada persona, habría asolado nunca al mundo. Es
innegable que con esas peligrosas sustancias el señor doctor hace menos daño
del que cabría esperar. Debe reconocerse que de vez en cuando ha efectuado, o
ha parecido efectuar, una curación maravillosa; pero para que sepa mi opinión
personal, señor Giovanni, debería recibir menor fama por esos casos de éxito
—que probablemente han sido obra del azar—, y debería pedírsele estrictamente
cuentas por sus fracasos, que deberían ser considerados justamente como obra
suya.
El joven habría recibido con mayor tolerancia las opiniones
de Baglioni de haber sabido que desde hacía tiempo existía un enfrentamiento
profesional entre éste y el doctor Rappaccini, y que generalmente se pensaba
que el último le llevaba ventaja. Si el lector se siente inclinado a juzgar por
sí mismo, le remitimos a ciertos tratados de letra negra escritos por ambas
partes y que se conservan en el departamento de medicina de la Universidad de
Padua.
—No sé, mi sapientísimo profesor —replicó Giovanni tras
meditar sobre lo que se había dicho acerca del interés exclusivo de Rappaccini
por la ciencia—. No sé hasta qué punto ese médico puede amar su arte; pero
seguramente hay algo que le es más querido. Tiene una hija.
—¡Vaya! —exclamó el profesor echándose a reír—. Así que ahora
queda al descubierto el secreto de nuestro amigo Giovanni. Ha oído hablar usted
de esa hija por laque están locos todos los hombres jóvenes de Padua, aunque ni
media docena de ellos han tenido nunca el afortunado lance de ver su rostro.
Poco sé de la señora Beatrice salvo que se cuenta que Rappaccini la ha
instruido profundamente en su ciencia, y que joven y bella como la fama cuenta
que es, está cualificada ya para ocupar la silla de un profesor. ¡Quizás su
padre la destine a la mía! Otros rumores absurdos hay que no merecen que se
hable de ellos ni se los escuche. Así que ahora, señor Giovanni, bébase su copa
de lacrima.
Guasconti regresó a su alojamiento algo excitado por el vino
que había bebido y que hacía que su cerebro se sumergiera en fantasías extrañas
relacionadas con el doctor Rappaccini y la hermosa Beatrice. En el camino,
acertando a pasar junto a una floristería, compró un ramo de flores frescas.
Tras subir a su estancia se sentó cerca de la ventana, pero
en la zona de sombra que producía el muro, por lo que podía contemplar el
jardín con poco riesgo de ser descubierto. Todo lo que había bajo su vista era
soledad. Las extrañas plantas se solazaban al sol, y de vez en cuando asentían
suavemente unas a otras, como reconociendo la simpatía y afinidad mutuas. En
medio, junto a la fuente derruida, crecía el matorral magnífico en el que se
arracimaban las gemas moradas; brillaban en el aire y volvían a relucir en las
profundidades del estanque, que parecía así abundar en la radiación coloreada de
los ricos reflejos que se sumergían en él. Como hemos dicho, al principio el
jardín estaba en soledad. Sin embargo, enseguida —tal como Giovanni había a
medias esperado y a medias temido que sucediera— apareció una figura bajo la
antigua puerta esculpida que descendió entre las filas de plantas inhalando sus
diversos perfumes como si ella misma fuera uno de esos seres de la antigua
fábula clásica que vivían de las dulces fragancias. Al contemplar de nuevo a
Beatrice, el joven se sobresaltó incluso al darse cuenta de que la belleza de
ésta excedía con mucho la que él recordaba. Tan brillante y vivo era su
carácter que relucía en medio de la luz del sol, y como Giovanni susurró para
sí mismo, iluminaba los intervalos más sombríos del sendero del jardín. El rostro
de la joven quedaba ahora más al descubierto que en la ocasión anterior,
sorprendiendo a Giovanni su expresión de simplicidad y dulzura: cualidades que
no habían entrado en la idea que se había hecho del carácter de la joven, y que
hicieron que volviera a preguntarse qué tipo de mortal sería ella. No dejó
tampoco de observar, o imaginar, una analogía entre la hermosa joven y el
exuberante matorral que dejaba colgar sus flores, como gemas, sobre la fuente:
un parecido que Beatrice parecía haberse permitido potenciar con un humor
fantástico, tanto en la disposición de su vestido como en la selección de sus
tonos.
Al acercarse al matorral abrió los brazos como movidos por
un ardor apasionado y abarcó las ramas en un abrazo íntimo, tan íntimo que los
rasgos de la joven quedaron ocultos por las hojas y sus bucles dorados se
entremezclaron con las flores.
—Dame tu aliento, hermana mía —exclamó Beatrice—, pues con
el aire común pierdo el conocimiento. Y dame esta flor tuya que separo con
suaves dedos del tallo y coloco junto a mi corazón.
Al decir esas palabras, la hermosa hija de Rappaccini cogió
una de las flores más ricas del matorral y fue a prendérsela en su pecho. Y
entonces sucedió un incidente singular a no ser que los sentidos de Giovanni se
hallaran confundidos por el vino que había ingerido. Un pequeño reptil de color
anaranjado, de la especie del lagarto o el camaleón, acertó a deslizarse por el
camino a los pies de Beatrice. A Giovanni le pareció —aunque dada la distancia
desde la que estaba mirando difícilmente podía haber visto algo tan pequeño—
que una gota o dos de humedad del tallo partido de la flor cayeron sobre la
cabeza del lagarto. Por un instante el reptil se contorsionó violentamente y
luego quedó inmóvil bajo el sol. Beatrice observó el notable fenómeno y se
santiguó, tristemente, pero sin sorpresa; no vaciló por ello en colocarse sobre
el pecho la flor fatal.
Allí se sonrojó, brillando casi con el efecto
resplandeciente de una piedra preciosa, añadiendo a su vestido y aspecto el
encantamiento apropiado que ninguna otra cosa en el mundo le habría podido
proporcionar. Giovanni, saliendo de la sombra de su ventana, se inclinó hacia
adelante y retrocedió, murmuró y tembló.
—¿Estoy despierto? ¿Tengo mis sentidos? —dijo para sí
mismo—. ¿Qué es a este ser? ¿Debo decir que es hermosa o inexpresablemente
terrible?
Beatrice paseaba descuidadamente por el jardín, y se fue
acercando cada vez más hacia la ventana de Giovanni, por lo que éste se vio
obligado a sacar la cabeza de donde la ocultaba para gratificar la curiosidad
intensa y dolorosa que ella le producía. En ese momento entró por encima del
muro del jardín un hermoso insecto; posiblemente había vagado por la ciudad, y
no había encontrado flores ni verdor entre las antiguas moradas de los hombres
hasta que los potentes perfumes de los matorrales del doctor Rappaccini le
atrajeron desde lejos. Sin posarse en las flores, aquella luminosidad alada dio
la impresión de ser atraída por Beatrice, por lo que se quedó en el aire
aleteando por encima de su cabeza. Lo que sucedió entonces no pudo ser sino la
consecuencia de que a Giovanni Guasconti le engañaban sus ojos. Pero en todo
caso imaginó que mientras Beatrice miraba el insecto con placer infantil, éste
se desvaneció y cayó a sus pies; sus alas brillantes se estremecieron; estaba
muerto: sin ninguna causa que Giovanni pudiera discernir, a no ser que fuera la
atmósfera del aliento de la joven. Beatrice volvió a santiguarse y suspiró con
fuerza mientras se inclinaba sobre el insecto muerto.
Un movimiento impulsivo de Giovanni atrajo la mirada de
Beatrice hacia la ventana. Contempló en ella la hermosa cabeza del joven —más
una cabeza griega que italiana, de rasgos hermosos y regulares, y de rizos de
color oro brillante— que la miraba como un ser suspendido en mitad del aire.
Sin darse cuenta apenas de lo que hacía, Giovanni le arrojó el ramo de flores
que hasta entonces había tenido en la mano.
—Señora, son flores puras y saludables —dijo él—. Llévelas
en nombre de Giovanni Guasconti.
—Gracias, señor —contestó Beatrice con su voz sonora, que
parecía brotar como notas musicales, y con una alegre expresión mitad infantil
y mitad femenina—. Acepto su regalo, y lo recompensaría con esta preciosa flor
morada; pero si se la arrojo en el aire, no llegará hasta usted. Así que el
señor Guasconti deberá contentarse con mi agradecimiento.
Levantó ella el ramo desde el suelo y entonces, como
avergonzada interiormente por haberse apartado de la reserva propia de una
doncella para responder al saludo de un desconocido, cruzó el jardín velozmente
en dirección a su casa. Aunque fueron breves los momentos hasta que ella estuvo
a punto de desaparecer por la puerta esculpida, le pareció a Giovanni que su
hermoso ramo empezaba ya a marchitarse en las manos de Beatrice. Fue un
pensamiento absurdo; a tan gran distancia no había ninguna posibilidad de
distinguir entre una flor fresca y otra marchita.
Durante muchos días, desde aquel incidente, el joven evitó
la ventana que daba al jardín del doctor Rappaccini, como si su vista hubiera
podido ser atacada por algo feo y monstruoso de haberse atrevido a mirar. Se
daba cuenta de que, en cierta medida, se había colocado bajo la influencia de
un poder incomprensible por la comunicación que había abierto con Beatrice. De
haber estado su corazón en un verdadero peligro lo más prudente hubiera sido
abandonar enseguida sus alojamientos, e incluso Padua; en orden de prudencia lo
siguiente habría sido acostumbrarse, lo más posible, a la visión familiar de
Beatrice a la luz del día: ello la colocaría rígida y sistemáticamente dentro
de los límites de la experiencia ordinaria. Y lo menos prudente de todo, aun
evitando verla, sería que Giovanni permaneciera tan cerca de aquel ser
extraordinario que la proximidad, incluso la posibilidad de una relación,
dieran una especie de sustancia y realidad a las ensoñaciones desbocadas que su
imaginación liberada producía continuamente. Guasconti no tenía un corazón
profundo; o en todo caso su profundidad no había sido sondeada todavía; pero
tenía una fantasía rápida y un ardiente temperamento meridional que a cada
instante se levantaba hasta alcanzar una altura elevada y enfebrecida. Poseyera
o no Beatrice esos atributos terribles, el aliento fatal, la afinidad con esas
flores tan hermosas y mortales que indicaba lo que Giovanni había presenciado,
al menos había instilado en su sistema un veneno cruel y sutil. No era amor,
aunque la gran belleza de la joven le enloquecía; no era horror, aunque
imaginara él que el espíritu de Beatrice estuviera imbuido de la misma esencia
fatal que parecía invadir su cuerpo físico; sino que era un resultado salvaje
al mismo tiempo del amor y el horror en él instalados, y que el uno quemaba y
el otro estremecía. No sabía Giovanni qué era lo que debía temer; menos todavía
sabía qué podía esperar; pero esperanza y temor libraban una lucha continua en
su pecho, alternativamente venciendo el uno al otro para empezar de nuevo y
renovar la contienda. ¡Benditas sean todas las emociones simples, sean éstas
oscuras o brillantes! Es la mezcla misteriosa de ambas lo que produce el brillo
que ilumina las regiones infernales.
A veces intentaba mitigar la fiebre de su espíritu dando un
rápido paseo por las calles de Padua, o incluso más allá de sus puertas:
acordaba sus pasos con las palpitaciones de su cerebro, por lo que el paseo
podía acelerarse convirtiéndose en una carrera. Un día le detuvieron; le cogió
del brazo un personaje corpulento que se había dado la vuelta al reconocer al
joven y que se había quedado casi sin aliento al perseguirle.
—¡Señor Giovanni! ¡Un momento, mi joven amigo! —gritó—. ¿Es
que se ha olvidado de mí? Podría ser si hubiera cambiado yo tanto como usted.
Era Baglioni, a quien Giovanni había evitado desde su primer
encuentro, pues temía que la sagacidad del profesor escudriñara profundamente
en sus secretos.
Esforzándose por recuperarse, se quedó mirando desde su
mundo interior hacia el exterior, y habló como un hombre que lo hace desde un
sueño.
—Sí, soy Giovanni Guasconti. Usted es el profesor Pietro
Baglioni. ¡Por favor, déjeme pasar!
—Aún no, aún no, señor Giovanni Guasconti —contestó
sonriendo el profesor, al tiempo que escrutaba con una mirada seria al joven—.
¿Cómo? ¿Yo que crecí al lado de su padre voy a dejar que el hijo pase junto a
mí como un desconocido por estas calles de Padua? Un momento, señor Giovanni,
pues tenemos que cambiar una o dos palabras antes de despedimos.
—Hágalo velozmente entonces, mi venerado profesor,
velozmente —replicó Giovanni con impaciencia febril—. ¿No se da cuenta su
señoría de que voy apresurado? Mientras hablaba apareció en la calle un hombre
vestido de negro, inclinado y que se movía débilmente, como una persona con
escasa salud.
Su rostro era de un color amarillento y enfermizo, pero
estaba tan invadido por una expresión de comprensión activa y penetrante que un
observador podría fácilmente no haber tenido en cuenta los simples atributos
físicos para ver tan sólo esa energía maravillosa. Al pasar esa persona
intercambió un saludo frío y distante con Baglioni, aunque fijó la mirada en
Giovanni con una intensidad que pareció extraer de él todo lo que mereciera la
pena ser notado. Había sin embargo una quietud peculiar en la mirada, como si
tuviera un simple interés especulativo, no humano, por el joven.
—¡Es el doctor Rappaccini! —susurró el profesor cuando el
otro hubo pasado—. ¿Habías visto su rostro antes?
—No que yo sepa —contestó Giovanni sobresaltándose con aquel
nombre.
—¡Pues él le ha visto! ¡Tiene que haberle visto! —contestó
presuroso Baglioni—.Con algún fin, este hombre de ciencia le está estudiando.
¡Conozco esa mirada! Es la misma que ilumina fríamente su rostro cuando se
inclina sobre un pájaro, un ratón o una mariposa que ha matado con el perfume
de una flor al realizar algún experimento; una mirada tan profunda como la
propia Naturaleza, pero sin el amor cálido de ésta. ¡Señor Giovanni, apuesto mi
vida en ello, es usted el sujeto de uno de los experimentos de Rappaccini!
—¿Es que quiere burlarse de mí? —preguntó apasionadamente
Giovanni—. Ése sería un experimento funesto, señor profesor.
—¡Paciencia, paciencia! —contestó imperturbable el
profesor—. Le diré, mi pobre Giovanni, que Rappaccini tiene un interés científico
por usted. ¡Ha caído usted en sus temibles manos! Y la señora Beatrice, ¿qué
papel representa en este misterio?
Pero Guasconti se despidió allí mismo, pues le resultaba
intolerable la pertinacia de Baglioni, y se marchó antes de que el profesor
pudiera volver a retenerle por el brazo. Éste se quedó mirando con intensidad
al joven, y sacudió la cabeza.
—No puedo permitirlo —dijo Baglioni para sí mismo—. El joven
es hijo de mi viejo amigo y no sufrirá ningún daño del que puedan protegerle
los secretos de la ciencia médica. Además, qué insufrible la impertinencia de
Rappaccini al quitarme al muchacho de mis propias manos, podría decirlo así, y
utilizarlo para sus experimentos infernales. ¡Esa hija suya! Habrá que
vigilarla. ¡A lo mejor, mi sapientísimo Rappaccini, puedo frustrar sus
intenciones donde menos lo espera!
Giovanni había proseguido entretanto su paseo circular, que
finalmente le llevó ante la puerta de su casa. Al cruzar el umbral se encontró
con la anciana Lisabetta, que sonreía afectadamente, y evidentemente deseaba
atraer la atención del joven; en vano, sin embargo, pues la ebullición de los
sentimientos de éste se había convertido momentáneamente en una vacuidad fría y
apagada. Volvió sus ojos directamente al rostro marchito que se arrugaba tratando
de convertirse en una sonrisa. Pero no pareció contemplarlo. Por ello la
anciana dejó de sujetarle el abrigo.
—¡Señor, señor! —le susurró todavía con una amplia sonrisa
en el rostro, que no parecía distinto de una grotesca talla de madera oscurecida
por los siglos—. ¡Escuche, señor! ¡Hay una entrada privada al jardín!
—¿Cómo dice? —exclamó Giovanni dándose la vuelta
rápidamente, como si algo inanimado hubiera empezado a tener una vida febril—.
¿Una entrada privada al jardín del doctor Rappaccini?
—¡Calle, calle! ¡No tan alto! —susurró Lisabetta llevando
una mano a la boca del joven—. Sí, al jardín del excelentísimo doctor, donde
podrá ver todas sus hermosas plantas. Muchos jóvenes de Padua darían oro para
ser admitidos entre esas flores.
Giovanni puso una moneda de oro en su mano.
—Muéstreme el camino —dijo.
Cruzó su mente la sospecha, provocada probablemente por la
conversación con Baglioni, de que esa mediación de Lisabetta quizás estuviera
relacionada con la intriga, fuera ésta de la naturaleza que fuera, en la que el
profesor parecía suponer que el doctor Rappaccini le estaba comprometiendo.
Pero aunque esa sospecha inquietara a Giovanni, no bastó para detenerle. En el
momento en que se dio cuenta de la posibilidad de acercarse a Beatrice, le pareció
que hacerlo era una necesidad absoluta de su existencia. No importaba que fuera
ella ángel o demonio; él estaba irrevocablemente dentro de la esfera de ella, y
debía obedecer la ley que le impulsaba hacia adelante en círculos, cada vez
menores, hacia un resultado que no intentaba presagiar. Y sin embargo, aunque
sea extraño decirlo, dudó de pronto si ese intenso interés por su parte no
sería engañoso; como si fuera realmente de una naturaleza tan profunda y
positiva que justificara el que él mismo se arrojara hasta colocarle en una
posición cuyas consecuencias no podía calcular; si no sería simplemente la
fantasía de un cerebro joven, sólo ligeramente conectada con su corazón...
La Hija de Rappaccini.
Segunda parte.
Se detuvo, vaciló, casi se dio la vuelta, pero después
siguió avanzando. Su anciana guía le condujo a lo largo de varios oscuros
pasillos y finalmente abrió una puerta por la que entró la vista y el sonido de
las hojas crujientes, con la luz del sol descompuesta brillando entre ellas. Giovanni
entró, y abriéndose paso entre la maraña de un matorral que dejaba caer los
zarcillos encima de la entrada oculta, se situó bajo su ventana, al aire libre
en el jardín del doctor Rappaccini.
¡Con cuánta frecuencia sucede que cuando lo imposible pasa y
los sueños han condensado su sustancia neblinosa en realidades tangibles, nos
descubrimos tranquilos, incluso con un frío control de nosotros mismos, en
circunstancias que de haberlas anticipado habrían provocado un delirio de gozo
o agonía! Al destino le gusta frustrarnos de ese modo. La pasión elegirá su
propio momento para entrar presurosa en escena, y permanece perezosamente atrás
cuando la adecuada reunión de acontecimientos parecería invocar su aparición.
Así le sucedía entonces a Giovanni. Un día tras otro le había latido el pulso
con sangre enfebrecida ante la idea improbable de una entrevista con Beatrice,
y de estar con ella, cara a cara, en ese mismo jardín, solazándose ante la luz
solar oriental de su belleza, y extrayendo de la mirada de ella el misterio que
él consideraba era el enigma de su existencia. Pero ahora había en su pecho una
ecuanimidad singular e inoportuna. Miró a su alrededor, en el jardín, para
descubrir si estaban allí Beatrice o su padre, y al darse cuenta de que estaba solo
comenzó a observar críticamente las plantas.
Le desagradó el aspecto de todas y cada una de ellas; su
vistosidad parecía salvaje, apasionada, incluso innatural. Apenas sí había una
planta que un paseante al cruzar un bosque no se habría sorprendido de encontrar
creciendo por sí misma, como si desde la espesura le hubiera mirado un rostro
sobrenatural. Varias de ellas habrían desagradado a un instinto delicado por su
apariencia de artificiosidad, indicativa de que había habido tal mezcla, y por
así decirlo adulterio, de diversas especies vegetales que el producto ya no era
obra de Dios, sino el descendiente monstruoso de la fantasía depravada del
hombre, que sólo brillaba con una burla maligna de la belleza.
Probablemente eran resultado del experimento, que en uno o
dos casos había logrado combinar plantas que individualmente eran atractivas en
un compuesto que poseía el carácter cuestionable y ominoso que distinguía a
todo lo que crecía en el jardín. En resumen, Giovanni sólo reconoció dos o tres
plantas de la colección, y éstas eran de un tipo que él sabía bien que era
venenoso. Mientras se hallaba atareado en esa contemplación escuchó el crujido
de una prenda de seda, y al darse la vuelta contempló a Beatrice, que salía por
la puerta esculpida.
Giovanni no había meditado acerca de cuál debía ser su
conducta; si debía excusarse por haberse entrometido en el jardín, o suponer
que estaba allí al menos con el permiso del doctor Rappaccini o su hija, o por
deseo de uno de ellos; pero la actitud de Beatrice le hizo tranquilizarse,
aunque fortaleció sus dudas acerca de los medios por los que había sido
admitido. Ella se acercó por el camino y se y encontró con él cerca de la
fuente rota. Había sorpresa en su rostro, pero animada por una expresión simple
y amable de placer.
—Es usted un aficionado a las flores, señor —dijo Beatrice
con una sonrisa, aludiendo al ramo que le había lanzado desde la ventana—. No
es sorprendente por tanto que la vista de la rara colección de mi padre le haya
tentado a verla más de cerca.
Si estuviera él aquí podría contarle muchos hechos extraños
e interesantes acerca de la naturaleza y los hábitos de estas plantas; pues ha
empleado una vida entera en esos estudios, y este jardín es su mundo.
—Y usted, señora —comentó Giovanni—, si la fama es cierta...
también usted tiene una gran habilidad en las virtudes indicadas por estas
ricas flores y perfumes especiados. Si se dignara a ser mi maestra demostraría
ser un alumno más aplicado que si me enseñara el propio señor Rappaccini.
—¿Esos ociosos rumores corren? —preguntó Beatrice con la
música de una agradable risa—. ¿Dice la gente que soy habilidosa en la ciencia
de las plantas de mi padre? ¡Qué gran broma! No, aunque he crecido entre esas
flores no conozco de ellas más que sus colores y perfumes; y creo que a veces
me liberaría de buena gana incluso de ese pequeño conocimiento. Hay muchas
flores aquí, y las hay que, no siendo las menos brillantes, me desagradan y
ofenden cuando las veo. Pero señor, le ruego que no crea en esas historias
sobre mi ciencia. No crea nada de mí que no vea con sus propios ojos.
—¿Y debo creer todo lo que he visto con mis ojos? —preguntó
Giovanni
enfáticamente mientras retrocedía al recordar antiguas
escenas—. No, señora, exige muy poco de mí. Ordéneme que no crea otra cosa que
lo que sale de sus labios.
Dio la impresión de que Beatrice le había entendido. Un
rubor profundo cubrió sus mejillas, pero miró directamente a Giovanni a los
ojos y respondió a la mirada de inquieta sospecha de éste con una altivez de
reina.
—Entonces así se lo ordeno, señor —contestó ella—. Olvide
todo lo que pueda haber imaginado respecto a mí. Aunque sea cierto para los
sentidos exteriores, seguirá siendo falso en su esencia; pero las palabras que
salen de los labios de Beatrice Rappaccini son ciertas desde la profundidad del
corazón hacia afuera. Ésas, puede creerlas.
Un fervor brilló en todo su aspecto e iluminó la conciencia
de Giovanni como la propia luz de la verdad. Mientras ella hablaba había una
fragancia en la atmósfera que la rodeaba, rica y deliciosa aunque evanescente,
pero que el joven, por una desgana indefinible, apenas se atrevía a introducir
en sus pulmones. Podía ser el olor de las flores. ¿Podía ser que el aliento de
Beatrice embalsamaba sus palabras con una riqueza extraña, como si las hubiera
empapado en su corazón?
Un desfallecimiento pasó como una sombra sobre Giovanni y se
alejó; le pareció mirar a través de los ojos de la hermosa joven hasta su alma
transparente, y ya no hubo más dudas ni miedos.
Desapareció el matiz de cólera que había dado color a la
actitud de Beatrice; se volvió alegre y dio la impresión de extraer un placer
puro de su comunión con el joven, no diferente al que habría sentido la
doncella de una isla solitaria al conversar con un viajero procedente del mundo
civilizado. Era evidente que su experiencia de la vida se había confinado a los
límites de ese jardín. Habló entonces de asuntos tan simples como la luz del
día o las nubes del verano, le hizo preguntas acerca de la ciudad, o la distante
casa de Giovanni, sus amigos, su madre y sus hermanas; preguntas que indicaban
tal apartamiento y tal falta de familiaridad con los modos y las formas que
Giovanni le respondió como si lo hiciera con un niño. El espíritu de ella se
vertió ante él como un fresco arroyo que estuviera viendo por primera vez la
luz del sol y preguntándose por los reflejos de la tierra y el cielo que se
precipitaban en su fondo. Había también pensamientos de una fuente profunda, y
fantasías de un brillo semejante al de las gemas, como si entre las burbujas de
la fuente centellearan hacia arriba diamantes y rubíes. Con frecuencia cruzaba
la mente del joven una sensación de maravilla de que estuviera caminando al
lado de ese ser que tanto había afectado a su imaginación, al que había
idealizado con esos tonos de terror, en el que había presenciado claramente
tales manifestaciones de terribles atributos... se maravillaba de que estuviera
conversando con Beatrice como un hermano, y de encontrarla tan humana y
virginal.
Pero tales reflexiones eran sólo momentáneas; el efecto del
carácter de ella era demasiado real como para no familiarizarse enseguida con
él. Habían estado paseando por el jardín en esa libre relación, y tras muchas
vueltas por sus avenidas llegaron hasta la fuente en ruinas junto a la que
crecía la magnífica planta con su tesoro de flores relucientes. Se difundía
desde ella una fragancia que Giovanni reconoció idéntica a la que había
atribuido al aliento de Beatrice, aunque incomparablemente más poderosa.
Giovanni vio que en cuanto los ojos de Beatrice se posaron en la planta se
apretó el pecho con la mano, como si de pronto el corazón le latiera
dolorosamente.
—Por primera vez en mi vida te había olvidado —murmuró
Beatrice dirigiéndose a la planta.
—Señora, le recuerdo que una vez me prometió recompensarme
con una de esas gemas vivas por el ramo que tuve la feliz audacia de lanzar a
sus pies —dijo Giovanni—. Permítame arrancarla ahora como recuerdo de esta
entrevista.
Dio un paso hacia la planta con la mano extendida, pero
Beatrice se abalanzó hacia él lanzando un grito que traspasó el corazón del
joven como si fuera una daga. Cogió la mano de Giovanni y la apartó con toda la
fuerza de su esbelta figura. El contacto emocionó a Giovanni a través de todas
sus fibras.
—¡No la toque! —exclamó ella con voz agónica—. ¡Por su vida,
no lo haga, es funesta!
Entonces, escondiendo el rostro, huyó de él y desapareció
bajo la puerta esculpida. Mientras Giovanni la seguía con los ojos contempló la
figura demacrada y la inteligencia pálida del doctor Rappaccini, que había
estado observando la escena, aunque Giovanni no sabía desde hacía cuánto, desde
las sombras de la entrada. En cuanto Guasconti estuvo a solas en su cama, la
imagen de Beatrice regresó a sus apasionadas meditaciones investida con toda la
magia de la que se había ido rodeando desde la primera vez que la vio, e
imbuida también ahora con la calidez tierna de su feminidad juvenil. Era
humana, su naturaleza estaba dotada con todas las cualidades amables y
femeninas; era la más digna de ser venerada; y seguramente, por su parte, era
capaz de las alturas y el heroísmo del amor. Aquellas prendas que hasta ahora
él había considerado como prueba de una temible peculiaridad en su sistema
moral y físico, o bien habían sido olvidadas o, por el sutil engaño de la
pasión transmitido a una corona dorada de encantamiento, volvían a Beatrice más
admirable por cuanto que era más única. Todo lo que hubiera considerado feo,
ahora era hermoso; y si se sentía incapaz de tal cambio, desaparecía y se
ocultaba entre aquellas informes ideas que pueblan la región oscura más allá de
la luz diurna de nuestra conciencia perfecta. Así pasó la noche, sin dormirse
hasta que el amanecer había empezado a despertar las flores dormidas del jardín
del doctor Rappaccini, donde sin duda condujeron a Giovanni sus sueños. Se
elevó el sol a su debido tiempo y, lanzando sus rayos sobre los párpados del
joven, le despertó con una sensación dolorosa. Cuando estuvo bien despierto se
dio cuenta de un dolor ardiente y cosquilleante en su mano, la mano derecha, la
misma mano que había tocado Beatrice con la suya cuando estuvo a punto de
arrancar una de las flores. En el dorso de esa mano tenía ahora una huella
morada, como la de cuatro pequeños dedos, y la semejanza de un pulgar delgado
en la muñeca.
Ay, qué tenaz es el amor; o incluso ese astuto parecido al
amor que florece en la imaginación, sin que tenga raíces profundas en el
corazón; ¡qué tenazmente mantiene la fe hasta que llega el momento en que se ve
condenada a desaparecer en la delgada niebla! Giovanni envolvió la mano con un
pañuelo y se preguntó qué le habría picado, olvidándose pronto del dolor en
medio de una ensoñación con Beatrice. Tras la primera entrevista, una segunda
era el resultado inevitable de lo que llamamos destino. Una tercera; una
cuarta; y una reunión con Beatrice en el jardín no era ya un incidente en la
vida diaria de Giovanni, sino el único espacio en el que podía decir que estaba
vivo; pues la anticipación y el recuerdo de esa horade éxtasis constituían el
resto del tiempo. No otra cosa le sucedía a la hija de Rappaccini. Ella
aguardaba la aparición del joven y corría a su lado con una confianza tan
carente de reservas como si hubieran sido compañeros de juego desde la primera
infancia... y como si siguieran siéndolo todavía. Si por una casualidad
inusitada dejaba él de presentarse en el momento designado, ella se quedaba
bajo la ventana y enviaba hacia arriba la rica dulzura de sus tonos, que
flotaban alrededor de Giovanni en su cámara y reverberaban y formaban ecos en
su corazón: «¡Giovanni, Giovanni! ¿Por qué te retrasas? ¡Baja!» Y él bajaba
presurosamente a ese edén de flores venenosas.
Pero, a pesar de toda esa familiaridad íntima, seguía
habiendo una reserva en la conducta de Beatrice, sostenida con tanta rigidez e
invariabilidad que la idea de infringirla apenas si cruzaba por la imaginación
de Giovanni. Por todos los signos apreciables, se amaban; habían visto en los
ojos del otro ese amor que transmite el secreto sagrado desde las profundidades
de un alma hasta las profundidades de la otra, como si fuera demasiado sagrado
para ser siquiera susurrado; incluso habían hablado de amor en esos arranques
de pasión, cuando sus espíritus se lanzaban en un aliento articulado como
lenguas de una llama largo tiempo oculta; y sin embargo no lo habían sellado
con los labios, no se habían cogido de las manos, no se habían hecho ni la más
ligera de esas caricias que el amor reclama y santifica. Él no había tocado
nunca ni uno solo de los bucles relucientes de sus cabellos; el vestido de
Beatrice jamás le había rozado a él movido por la brisa, tan notable era la
barrera física existente entre los dos.
En las raras ocasiones en las que Giovanni pareció intentar
traspasar el límite, Beatrice se puso tan triste, tan severa, y expresó además
una mirada de tan desolada separación, estremeciéndose, que no hizo falta
pronunciar ninguna palabra para apartarle. En esos momentos él se sobrecogía
por las horribles sospechas que surgían, como monstruos, de las cavernas de su
corazón, y le miraban al rostro; su amor menguaba y se deshacía como la niebla
de la mañana, sólo sus dudas tenían sustancia. Pero cuando volvía a brillar el
rostro de Beatrice tras la sombra momentánea, se transformaba de inmediato de
ese ser misterioso y cuestionable al que él había contemplado con tanto temor y
horror, volvía a ser la joven hermosa y sin sofisticación a la que el espíritu
de Giovanni creía conocer con una certeza que estaba más allá de todo otro
conocimiento.
Había pasado mucho tiempo desde el último encuentro de
Giovanni con Baglioni. Pero una mañana aquél se vio desagradablemente
sorprendido por una visita del profesor, en quien apenas había pensado durante
varias semanas, y a quien de buena gana habría seguido olvidando mucho más.
Entregado como había estado a una excitación que todo lo invadía, no podía
tolerar compañía salvo a condición de que mostrara una simpatía absoluta con
sus sentimientos presentes. Y no cabía esperar dicha simpatía del profesor
Baglioni. El visitante charló descuidadamente durante unos momentos acerca de
los rumores de la ciudad y de la Universidad, y después abordó otro tema.
—Últimamente he estado leyendo a un viejo autor clásico
—dijo el profesor—, y he encontrado una historia que me ha interesado
extrañamente. Es posible que la recuerde. Es la de un príncipe indio que envió
una hermosa mujer como regalo a Alejandro Magno. Era tan encantadora como el
amanecer, y tan exuberante como la puesta de sol; pero lo que la distinguía
especialmente era un rico perfume en su aliento: más rico que el de un jardín
de rosas persas. Alejandro, como era natural en un conquistador juvenil, se
enamoró de esa magnífica extranjera nada más verla; pero acertando a estar
presente un médico sabio descubrió en ella un secreto terrible.
—¿Y cuál era? —preguntó Giovanni bajando la mirada para
evitar la del profesor.
—Que esa encantadora mujer había sido alimentada con venenos
desde su nacimiento —siguió contando enfáticamente Baglioni—, hasta que su
naturaleza entera se vio tan imbuida por ellos que ella misma se había
convertido en el veneno más mortal que existía. El veneno era el elemento de su
vida. Con ese rico perfume de su aliento, marchitaba el aire mismo. El amor a
la joven habría sido venenoso' abrazarla, mortal. ¿No es una historia
maravillosa?
—Una fábula infantil —respondió Giovanni mirándole nervioso
desde s silla—.Me maravilla que su excelencia encuentre tiempo para leer esas
tonterías entre sus estudios más serios.
—A propósito —añadió el profesor mirando con inquietud hacia
el joven—. ¿Qué fragancia singular hay en su apartamento? ¿Es el perfume de sus
guantes?' Es débil, pero deliciosa; y sin embargo, en absoluto agradable. Temo
que si la respirara mucho tiempo enfermaría. Es como el perfume de una flor,
aunque no, veo flores en la cámara.
—No hay ninguna —contestó Giovanni, que había ido
palideciendo conforme: hablaba el profesor—. Y tampoco creo que haya fragancia
alguna salvo en la imaginación de su excelencia. Los olores, por ser una
especie de elemento combinado de lo sensual y lo espiritual, pueden engañarnos
de ese modo. El recuerdo de, un perfume, simplemente la idea de él, puede
tomarse erróneamente por una realidad.
—Cierto, pero mi imaginación sobria no suele hacerme esos
trucos —contestó Baglioni—. Y si fuera a fantasear yo con algún olor, sería el
de alguna vil droga: de boticario, de la que probablemente estarían imbuidos
mis dedos. Nuestro amigo Rappaccini, tal como he oído, tinta sus medicamentos
con olores más ricos que los de Arabia. Asimismo, sin duda, la hermosa e
ilustrada señora Beatrice debe administrar a sus pacientes dosis tan dulces
como el aliento de una doncella. ¡Pero' desdichado aquél que las tome!
El rostro de Giovanni evidenciaba muchas emociones
enfrentadas. El tono con el que el profesor aludía a la pura y encantadora hija
de Rappaccini era una tortura para su alma; sin embargo, la insinuación de una
opinión sobre el carácter de la joven opuesta a la que él tenía daba claridad
instantánea a mil sospechas oscuras que ahora se reían de él como múltiples
demonios. De modo que se esforzó duramente por acallarlas y responder a
Baglioni con la fe absoluta de un verdadero amante.
—Señor profesor —le dijo—. Fue usted amigo de mi padre, y
quizás sea también su propósito representar un papel amigable para con su hijo.
No puedo sentir hacia usted nada que no sea respeto y deferencia; pero le ruego
que observe, señor, que hay un tema sobre el que no debemos hablar. No conoce
usted a la señora Beatrice. No puede calcular por tanto el error, me atrevo
incluso a decir la blasfemia, que se le hace a su carácter con una palabra
ligera o injuriosa.
—¡Giovanni! ¡Mi pobre Giovanni! —respondió el profesor con
una tranquila expresión de piedad—. Conozco a esa pobre joven mucho mejor que
usted. Oirá la verdad respecto al envenenador Rappaccini y su venenosa hija;
sí, tan venenosa como bella. Escuche, pues aunque hiciera violencia a mis
cabellos grises, ello no me haría callar. Esa vieja fábula de la mujer india se
ha hecho verdad merced a una ciencia profunda y mortal de Rappaccini en la
persona de la encantadora Beatrice.
Giovanni gimió y escondió el rostro.
—Su padre —siguió diciendo Baglioni—, no se vio reprimido
por el afecto natural de ofrecer a su hija, de esa manera horrible, como
víctima de su loco amor por la ciencia; pues hagámosle justicia, es un hombre
de ciencia tan auténtico como el que destiló nunca su propio corazón en un
alambique. ¿Cuál, entonces, será su destino? Más allá de toda duda ha sido
seleccionado usted como el material de un experimento nuevo. Quizás el
resultado sea la muerte; quizás un destino más horrible todavía.
Rappaccini, teniendo ante su vista lo que él llama el
interés por la ciencia, no vacilará ante nada.
—Es un sueño —murmuró Giovanni para sí—. Seguramente es un
sueño.
—Pero alégrese, hijo de mi amigo —siguió diciendo el
profesor—. Todavía no es demasiado tarde para ser rescatado. Posiblemente
incluso consigamos todavía colocar a esa desgraciada hija dentro de los límites
de la naturaleza ordinaria, de la que la ha apartado la locura del padre.
¡Contemple este pequeño frasco plateado! Fue forjado por las manos del famoso
Benvenuto Cellini, y es digno de ser un regalo de amor para la dama más hermosa
de Italia. Pero su contenido es más valioso. Un pequeño sorbo de este antídoto
volvería inofensivo el veneno más virulento de los Borgia. No dude de que será
eficaz contra los de Rappaccini. Entregue el jarro, y el precioso líquido que
contiene, a su Beatrice, y aguardemos esperanzados el resultado.
Baglioni puso sobre la mesa un pequeño frasco de plata
exquisitamente forjado y se retiró, dejando que lo que había dicho produjera su
efecto en la mente del joven.
«Todavía venceremos a Rappaccini», pensó, sonriendo para sí,
mientras descendía las escaleras. «Pero confesemos la verdad acerca de él, es
un hombre maravilloso: un hombre verdaderamente maravilloso. Un vil empírico,
sin embargo, en su práctica, que por tanto no debe ser tolerado por quienes
respetan las buenas y viejas normas de la profesión médica».
Tal como ya dijimos, a lo largo de toda su relación con
Beatrice, Giovanni se había visto acosado ocasionalmente por oscuras conjeturas
acerca del carácter de aquélla; sin embargo la había sentido tan plenamente
como una criatura simple, natural, afectiva y sin culpa, que la imagen que le
había presentado el profesor Baglioni le parecía tan increíble y extraña como
si no estuviera de acuerdo con su propia idea original. Cierto que había
recuerdos horribles relacionados con las primeras veces que vislumbró a la
hermosa joven; no se podía olvidar totalmente del ramo que se marchitó en sus
manos, ni del insecto que pereció en el aire soleado, sin que hubiera ninguna
causa visible salvo la fragancia del aliento de Beatrice. Sin embargo esos
incidentes se disolvían en la luz pura del carácter de la joven, no tenían ya
la eficacia de los hechos, sino que eran reconocidos como fantasías equívocas
aunque parecieran poder ser substanciadas por el testimonio de los sentidos.
Hay algo más cierto y real que lo que podemos ver con los ojos y tocar con los
dedos. En esa evidencia mejor había fundamentado Giovanni su confianza en
Beatrice, aunque más por la necesaria fuerza de los elevados atributos de ésta
que por una fe profunda y generosa por parte de Giovanni. Pero ahora el
espíritu de éste era incapaz de mantenerse a la altura a la que lo había
elevado el primer entusiasmo de la pasión; cayó humillado entre las dudas
terrenales, y manchó así el blanco puro de la imagen de Beatrice. No es que
renunciara a ella; sólo que desconfiaba.
Decidió planear alguna prueba decisiva que le dejara
satisfecho, de una vez por todas, acerca de si había esas peculiaridades
terribles en la naturaleza física de Beatrice que suponía no podían existir sin
alguna correspondiente monstruosidad del alma. Al mirar desde lejos, sus ojos
podían haberle engañado respecto al lagarto, el insecto y las flores; pero si a
la distancia de unos pasos pod contemplar que se marchitaba repentinamente una
flor fresca y saludable en 1 manos de Beatrice, ya no habría lugar a más
investigaciones. Con esa idea apresuró a la floristería y compró un ramo en el
que brillaban todavía como gotas de rocío de la mañana.
Era la hora habitual de su conversación diaria con Beatrice.
Antes de bajar jardín Giovanni no dejó de contemplarse en el espejo, una
vanidad que era de esperar en un joven guapo, pero que al producirse en ese
momento enfebrecido inquietud, era señal de cierta superficialidad del
sentimiento y falta de sinceridad del carácter. Se contempló, sin embargo, y se
dijo a sí mismo que sus rasgos nun habían tenido tanta gracia, ni sus ojos
tanta vivacidad, ni había habido en su mejillas un tono tan cálido de
abundancia de vida.
«Al menos su veneno no se ha insinuado todavía en mi
sistema», pensó. «Ni soy una flor que perezca con su contacto.»
Con ese pensamiento volvió la vista hacia el ramo, que no
había soltado. Un estremecimiento de indefinible horror cruzó su cuerpo al
darse cuenta de que esas flores frescas empezaban ya a inclinarse; tenían el
aspecto de las flores que sólo, ayer habían sido frescas y atractivas. Giovanni
quedó tan blanco como el mármol y permaneció en pie e inmóvil ante el espejo,
mirando su propio reflejo como la semejanza de algo temible. Se acordó del
comentario de Baglioni acerca de la: fragancia que parecía invadir la estancia.
¡Debía ser el veneno de su propio aliento!, Y entonces se estremeció, se
estremeció de sí mismo. Recuperándose del estupor, empezó a observar con
curiosidad una araña que se atareaba en tejer su red desde la cornisa de la
estancia, cruzando y volviendo a cruzar el ingenioso sistema de líneas
entretejidas, con el vigor y la actividad de una araña colgada desde un antiguo
techo. Giovanni se inclinó hacia el insecto y lanzó sobre él un suspiro
profundo y largo. La araña dejó su tarea inmediatamente; la red vibró con un
temblor que se, originaba en el cuerpo del pequeño artesano. De nuevo Giovanni
envió su aliento, más profundo y más largo, imbuido con un sentimiento venenoso
que surgía de su corazón: no sabía si lo hacía por perversidad, o sólo por
desesperación. La araña, movió convulsamente sus patas y colgó muerta junto a
la ventana.
—¡Desventurado de mí! —murmuró Giovanni dirigiéndose a sí
mismo—. ¿Tan venenoso me he vuelto que este insecto ha perecido por mi aliento?
En ese momento ascendió flotando desde el jardín una voz
dulce.
—¡Giovanni, Giovanni! ¡Ya ha pasado la hora! ¿Qué te
retrasa? ¡Baja!
—Sí —volvió a murmurar Giovanni—. ¡Ella es el único ser a
quien mi aliento no matará! ¡Ojalá fuera así!
Bajó corriendo y un instante después estaba ante los
brillantes y amorosos ojos de Beatrice. Un momento antes su cólera y
desesperación habían sido tan poderosas; que habría deseado marchitarla a ella
con una mirada; pero con la presencia real de la joven venían influencias que
tenían una existencia demasiado real para desprenderse de ellas: recuerdos del
poder delicado y benigno de su naturaleza femenina, que tantas veces le había
envuelto en una religiosa calma; recuerdos de sagradas y apasionadas efusiones
del corazón de Beatrice, cuando la fuente pura'' había sido abierta en sus
profundidades y se había vuelto visible, en su transparencia, para los ojos de
la mente de Giovanni; recuerdos que si Giovanni hubiera sabido cómo apreciar,
habrían hecho que se tranquilizara pensando que aquel horrible misterio no era
más que una ilusión terrenal, y que con independencia de cuál fuera la niebla
maligna que parecía reunirse alrededor de ella, la auténtica Beatrice era un
ángel celestial. Pero aunque era incapaz de mantener una fe tan elevada,
todavía la presencia de ella no había perdido totalmente la magia. La rabia de
Giovanni se mitigó, convirtiéndose en una apagada insensibilidad. Beatrice, con
un sentido espiritual rápido, comprendió inmediatamente que había un vacío de
negrura entre ellos, que ni ella ni él podían traspasar. Pasearon juntos,
tristes y silenciosos, y llegaron así a la fuente de mármol y al estanque de
agua, en medio del cual crecía la planta que daba las flores parecidas a gemas.
Giovanni se asustó del placer apremiante, podríamos decir del apetito, con el
que se dio cuenta de que estaba inhalando la fragancia de las flores.
—Beatrice —preguntó abruptamente—. ¿De dónde procede esta
planta?
—La creó mi padre —contestó ella con simplicidad.
—¿La creó? ¿Cómo que la creó? —repitió Giovanni—. ¿Qué
quieres decir, Beatrice?
—Es un hombre que tiene un conocimiento terrible de los
secretos de la Naturaleza —contestó Beatrice—. Y en el momento que yo respiré
por primera vez, esta planta brotó del suelo, la hija de su ciencia y de su
intelecto, mientras yo era su hija terrenal. ¡No te acerques a ella! —añadió
viendo con terror que Giovanni estaba cada vez más cerca de la planta—. Tiene
cualidades que ni tú podrías soñar. Pero yo, mi queridísimo Giovanni, crecí y
florecí con la planta, y me alimenté de su aroma. Era mi hermana y la amaba con
afecto humano. ¡Pero ay! ¿No lo habías sospechado? Existe un destino terrible.
En ese momento Giovanni la miró con el ceño fruncido y tan
oscuramente que ella se detuvo y tembló. Pero la fe que tenía en la ternura del
joven la tranquilizó, y se sonrojó por haber dudado un solo instante.
—Hay un destino terrible —siguió diciendo Beatrice—. El
efecto del amor fatal de mi padre por la ciencia, que me apartó del contacto
con todos los de mi especie. ¡Hasta que el cielo te envió a ti, mi querido
Giovanni, qué sola estaba tu pobre Beatrice!
—¿Era un destino grave? —preguntó Giovanni fijando en ella
los ojos.
—Sólo últimamente me di cuenta de lo grave que era —contestó
ella con ternura—. Ay, sí, pero mi corazón era torpe, y por tanto estaba
tranquilo.
La rabia de Giovanni rompió desde su oscuridad como un
relámpago sale de una nube oscura.
—¡Maldición! —gritó él con cólera y desprecio venenosos—. ¡Y
como la soledad te resultaba fatigosa, me has separado también de toda la
calidez de la vida, llevándome a tu región de horror inexpresable!
—¡Giovanni! —exclamó Beatrice apartando sus grandes ojos
brillantes del rostro del joven. La fuerza de las palabras de éste no se había
abierto camino en la mente de Beatrice; estaba simplemente sobrecogida.
—¡Sí, ser venenoso! —repitió Giovanni para sí mismo con
pasión—. ¡Tú lo has hecho! ¡Tú me has condenado! ¡Tú has llenado mis venas de
veneno! ¡Tú me has hecho tan odioso, tan horrible, tan repugnante y mortal como
tú misma, una horrible monstruosidad del mundo! ¡Pero si nuestro aliento, por
fortuna, es tan fatal Para nosotros como para los demás, unamos los labios en
un beso de odio inexpresable y muramos!
—¿Qué me ha sucedido? —murmuró Beatrice con un gemido bajo
que le salía del corazón—. ¡Santa Virgen, ten piedad de mí, de una pobre niña
con el corazón roto!
—Tú, ¿rezas tú? —gritó Giovanni, todavía con el mismo
malvado desprecio—. Tus oraciones incluso, al salir de tus labios, tiñen de
muerte la atmósfera. ¡Sí, sí, recemos! ¡Vayamos a la iglesia y sumerjamos los
dedos en el agua bendita que hay junto a la puerta! ¡Los que vengan detrás de
nosotros perecerán como por una peste! ¡Hagamos el signo de la cruz en el aire!
¡Estaremos esparciendo maldiciones con la semejanza de los símbolos sagrados!
—Giovanni —dijo Beatrice tranquilamente, pues su pena superaba
a la pasión—.¿Por qué te unes a mí de esa manera con esas palabras terribles?
Yo, es cierto, soy ese ser horrible que tú dices. Pero tú... ¿qué puedes hacer
tú, salvo estremecerte ante mi horrible desgracia, salir del jardín y mezclarte
con los de tu raza, olvidándote de que alguna vez se arrastró por la tierra un
monstruo como la pobre Beatrice?
—¿Pretendes ignorancia? —preguntó Giovanni mirándola
ceñudo—. ¡Fíjate! Este poder me lo ha traspasado la hija pura de Rappaccini.
Había un enjambre de insectos de verano aleteando por el
aire en busca de la comida que prometían las olorosas flores del jardín fatal.
Daban vueltas alrededor de la cabeza de Giovanni, evidentemente atraídos hacia
él por la misma influencia que por un instante les había conducido a la esfera
de otras plantas. Lanzó un suspiro entre ellos y sonrió amargamente a Beatrice
mientras por lo menos veinte de los insectos caían muertos al suelo.
—¡Entiendo, entiendo! —gritó Beatrice—. ¡Es la ciencia fatal
de mi padre! No, no, Giovanni. ¡No fui yo! ¡Nunca, nunca! Yo sólo soñaba con
amarte y estar contigo algún tiempo, dejando luego que te marcharas y
quedándome sólo con tu imagen en el corazón; pues créeme, Giovanni, aunque mi
cuerpo haya sido alimentado con veneno, mi espíritu es una criatura de Dios, y
sólo desea amor como alimento diario. Pero mi padre... él nos ha unido en esta
simpatía fatal. Sí. ¡Recházame, pisotéame, mátame! ¿Ay, qué es la muerte
después de esas palabras que me has dicho? Pero no fui yo. Por nada del mundo
te lo habría hecho yo.
La pasión de Giovanni se había agotado mientras salía de sus
labios. Le invadió entonces un sentimiento triste, no carente de ternura,
acerca de la relación íntima y peculiar que existía entre Beatrice y él. Por
así decirlo, estaban en una soledad profunda que no se volvería menos solitaria
por hallarse entre una vida humana densa. ¿Entonces este desierto de humanidad
que les rodeaba no debería aunar todavía más a esa pareja aislada? Si eran
crueles el uno con el otro, ¿quién podría ser amable con ellos? Además, pensaba
Giovanni, ¿no había todavía una esperanza de que regresara a los límites de la
naturaleza ordinaria llevando a Beatrice, la Beatrice redimida de la mano? ¡Ay,
débil, egoísta e indigno espíritu que podía soñar con una unión terrenal, y con
la mayor felicidad terrenal posible, después de que un amor tan profundo se
haya visto amargamente contradicho, tal como había pasado con el amor de
Beatrice por las infortunadas palabras de Giovanni! No, no; no podía existir
tal esperanza. Ella debía cruzar pesadamente, con el corazón roto, las
fronteras del Tiempo: ella debía bañar sus heridas en alguna fuente del
paraíso, y olvidar su pena bajo la luz de la inmortalidad, y allí estaría todo
bien.
Pero Giovanni no lo sabía.
—Querida Beatrice —dijo él acercándose mientras ella
retrocedía, como hacía siempre ante el avance de él, aunque ahora con un
impulso distinto—. Mi querida Beatrice, nuestro destino no es todavía tan
desesperado. ¡Mira! Aquí hay una medicina potente, como me ha asegurado un
médico sabio, y de eficacia casi divina. Está hecha con ingredientes que son lo
más opuesto a aquellos con los que tu terrible padre ha producido esa calamidad
en ti y en mí. Se ha destilado con hierbas benditas. ¿La bebemos juntos para
vernos así purificados del mal?
—¡Dámela! —dijo Beatrice extendiendo la mano para recibir el
pequeño frasco de plata que Giovanni sacó de su pecho, y con un énfasis
peculiar añadió— la beberé; y tú aguardarás el resultado.
Se llevó a los labios el antídoto de Baglioni. En ese mismo
instante apareció en la puerta la figura de Rappaccini, que se acercó
lentamente a la fuente de mármol. Al estar más cerca, el pálido hombre de
ciencia pareció contemplar con expresión triunfante al hermoso joven y la
doncella, como lo haría un artista que ha pasado su vida en lograr un cuadro o
un grupo de estatuas, y finalmente está satisfecho con el éxito. Se detuvo; su
forma inclinada se alzó consciente de su poder; extendió las manos hacia ellos
en la actitud de un padre que implora una bendición sobre sus hijos: pero eran
las mismas manos que habían introducido veneno en la corriente de sus vidas.
Giovanni tembló.
Beatrice se estremeció nerviosamente y presionó su corazón
con la mano.
—Hija mía, ya no estarás sola en el mundo —dijo Rappaccini—.
Arranca una de esas preciosas gemas de tu planta hermana y pídele a tu novio
que se la lleve al pecho.
Ya no le hará daño. Mi ciencia, y la simpatía existente
entre tú y él, se han introducido en su sistema, de manera que ahora se aparta
de los hombres comunes, como tú, hija de mi orgullo y mi triunfo, lo haces de
las mujeres ordinarias. ¡Pasad pues por este mundo queriéndoos el uno al otro y
siendo terribles para todos los demás!
—Padre mío —dijo Beatrice débilmente, y manteniendo la mano
en el corazón mientras hablaba—. ¿Por qué infligiste este destino miserable a
tu hija?
—¿Miserable? —exclamó Rappaccini—. ¿Qué quieres decir, joven
estúpida? ¿Te parece una desgracia estar dotada con dones maravillosos contra
los que ningún poder ni fuerza podrá ejercer enemigo alguno, una desgracia ser
capaz de acabar con el más poderoso con un aliento, un desgracia ser tan
terrible como eres hermosa? ¿Habrías preferido entonces la condición de una
mujer débil, expuesta a todo mal y capaz de ninguno?
—Habría preferido con mucho ser amada, y no temida —murmuró
Beatrice dejándose caer al suelo—. Pero ahora no importa. Padre, me voy donde
el mal que tú te has esforzado por combinar con mi ser pasará como un sueño,
como la fragancia de estas flores venenosas, que ya no teñirán mi aliento entre
las flores del edén. ¡Adiós, Giovanni! Tus palabras de odio son como plomo en
mi corazón; pero también ellas pasarán conforme yo ascienda. Ay, ¿no había
desde el principio más veneno en tu naturaleza que en la mía?
Tan radicalmente había actuado la parte terrenal de Beatrice
sobre la habilidad de Rappaccini que, del mismo modo que la vida había sido un
veneno, igual de potente como antídoto fue la muerte; y así, la pobre víctima
del ingenio y la naturaleza rebajada del hombre, y de la fatalidad que asiste a
todos los esfuerzos de la sabiduría pervertida, pereció allí, a los pies de su
padre y de Giovanni. En ese preciso instante apareció en la ventana el profesor
Pietro Baglioni y gritó con fuerza, en un tono de triunfo con el que se
mezclaba el horror, al hombre de ciencia sobrecogido:
—¡Rappaccini! ¡Rappaccini! ¡Este es el resultado de tu
experimento!
Nathaniel Hawthorne (1804-1864)


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